Los girasoles también lloran

Capítulo veintiocho. Janeth.

 

 

JANETH

No reacciono tan fácil; luego de haberle dicho a Darío de todo lo que he podido, todavía no reacciono. No puedo hacerlo. Me regaño una y otra vez por atreverme a desafiarlo, por decirle que jamás he de volver con él, por echarle en cara lo que me ha hecho, las marcas de por vida que me ha dejado él y su forma malsana de ser. Me regaño, porque el haberlo hecho en esa valentía toda idiota, ha sido lo más peligroso y estúpido que he hecho en mi vida además de huir.

Darío no olvida a Kiareth; la tiene en sus recuerdos por la impresión que le ha causado su albinismo, por su apariencia… por haber sido mi amiga en aquel entonces cuando todo era mejor, si es que en ese entonces también hubo cosas malas que puede mi mente ha borrado porque son feas, nada dignas de recordar. No la olvida y eso despierta mis alarmas, porque si él sale de ese hospital en el que se encuentra confinado, lo más seguro es que vuelva aquí a ver si puede terminar con lo que ha empezado, a ver si puede llevarme de vuelta con él y ahí concretar las amenazas que no pudo dedicarme.

 Nunca le he hablado de más amigos, independiente de los años. Cuando comenzamos a salir, me centré en él, solo en él, para él, con él, y luego en la universidad, en la casa y él. Kiareth ha sido un punto y coma que se ha puesto quién sabe cómo; pero ha encajado tan perfecto, que me hace feliz.

Y esa felicidad es peligrosa, porque significa que Darío es consciente de ello, del pasado que tenemos juntas como dos amigas que se conocieron en la universidad y se quedaron como uña y mugre; porque es consciente de que Kiareth puede querer ayudarme. El solo hecho de que haya preguntado por ella de una forma tan indirecta y luego al punto, me altera.

No quiero que le haga nada a nadie más.

No quiero que le pase nada a esta familia. Me aterra pensarlo, llegar a recapacitarlo justo ahora, cuando a ella la tengo de frente, ocupada en ayudarme como un dulce apoyo que sirve de consuelo para mi alma. Cuando después de toda esta semana hemos vuelto a congeniar de la misma forma en que ya lo hicimos una vez.

Por un momento no digo más, mientras Kiareth guarda el audio y lo pasa a su celular. Su concentración se dirige a confirmar que el valioso audio no se ha malogrado en el proceso de guardado; de hecho, se escucha bien y ella apunta los minutos y segundos donde más Darío ha explotado, donde más mal me ha tratado.

—¿Por qué no vas y lavas tu rostro, linda? Puede que un poco de agua fría ayude a que te relajes después de… esto —dice sin mirarme. La siento tensa; pero no puedo moverme.

Aunque mi cabeza reproduce lo dicho por ella, me quedo en mi sitio, con los ojos fijos en algún rincón de la habitación.

He hablado con Darío después de una semana. Se escucha enfermo y aun así ha hecho lo posible para no romperse frente a mí, para mostrarse orgulloso de ser un hijo de su madre todo prepotente que no le importa nada de mi existencia más allá de considerarme un objeto. A sus ojos solo eso puedo ser para él: un objeto sin sentimientos que no sirve más que para ser un desahogo.

—¿Janeth?

Elevo la cabeza por un momento; pero no sé qué decirle, no sé si moverme es suficiente o adecuado. Ya he hecho muchas cosas tontas en esta semana, considero, mientras la cabeza comienda a darme vueltas y todo mi cuerpo se paraliza de nuevo. El terror se me sube, el miedo llega…

Respiro hondo una y otra vez. No me ayuda, recuerdo entre una risilla nerviosa; pero tampoco me ayuda quedarme estancada.

Tomo su palabra al levantarme.

Dejo las toallas de papel en la silla y me salgo de ese cuarto. La llegada al baño se siente eterna, como si el extremo del pasillo se hubiese alargado, como si las fotos pegadas a la pared se multiplicaran a lo largo y a su vez perdiesen todo sentido; se borran rostros, colores mezclados, texturas difusas. Caigo en cuenta de que todo es parte de mi mente cuando choco con la puerta del baño y abrirla se torna en una tarea casi imposible. Las manos no me responden y mucho menos lo hacen mis piernas a las que corre una especie de escalofrío, como hormigas que ascienden y pican en cuanto intento moverme.

La desesperación puede conmigo e intento sacudirme, espabilarme, no romperme de nuevo; el rostro se me tuerce en una mueca horrible cuando lucho contra ese estado de desconcierto y ese calor incesante que ahonda mi rostro y mi pecho; me rehúso a caer en ese abismo tan rápido, a romperme en estos momentos cuando he avanzado tanto; pero no puedo soportarlo, no puedo aguantarlo. Aunque no quiera sentirme débil por esto, todo mi ser se quiebra ahí mismo.

Guardarlo duele, arde…

Caigo de golpe contra el suelo, las rodillas me escuecen por el impacto y mis manos se han quedado prensadas en el pomo de la puerta. No logro liberarme cuando tiro de mis extremidades; pero siquiera hago un intento más significativo, porque mi cabeza se encuentra más concentrada en romperme ahora de una forma más desgarradora.

Las palabras de Darío me golpean el estómago y en cada zona que lo quiere lejos de mí, que no desea sentirse maltratado de nuevo, cada cicatriz arde de nuevo, como si estuviesen abiertas o si fuesen recientes. Respiro, aunque el oxígeno no llega, así que toso, toso con desesperación mientras golpeo la madera que tengo en frente; los puños pronto me duelen también; pero no puedo detenerlo. Por lo tanto, grito.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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