Los girasoles también lloran

Capítulo treinta y dos. Kiareth.

 

En estos momentos quiero vomitar lo poco que he recolectado en mi estómago durante el desayuno preparado por ambas. He insistido demasiado en que “esto” se complete porque es algo muy primordial y, por alguna razón que desconozco, quiero casarme con la taza del sanitario. Mis piernas se baten con nerviosismo sobre su sitio; no puedo evitarlo, en estos momentos un poco de presión y siquiera soy Janeth que en estos momentos está adentro del cubículo hablando con el encargado. ¿Es un juez? Por ahí; lo único de lo que estoy segura es que es alguien importante, capacitado para ayudarnos.

Me carcome la curiosidad y el ansia de saber si esto va a dar resultados. Hay pruebas físicas, en fotos por igual en caso de que a Janeth le dé vergüenza o miedo a mostrarle (razón por la que quise insistir en entrar con ella, y que rechazaron de inmediato) la espalda llena de cicatrices a un desconocido. ¡Y el audio! Ese maldito audio de m… que va a dolerme toda la vida el escucharlo (cosa que dudo hacer por mi cuenta o con mi cordura intacta). Cada minuto que consideramos relevante está marcado en un papel doblado que le di a Janeth para que se acordase de remarcárselo a la persona con quien hable y…

Respiro hondo, me froto las manos mientras evito tocarme mi cara a toda costa. La mascarilla me causa molestia en las orejas y ya me arden lo suficiente gracias al peso que le hacen los lentes por igual; se sienten como si ambas fuesen a caerse y cuando las toco arden bastante, joder. Es la falta de costumbre entre ambos que toca ignorar porque es regla no tocarse la cara y ni hablar de la mascarilla.

Me remuevo en mi sitio de nuevo. Tengo que levantarme mientras el maldito silencio y la incertidumbre me matan. Quiero mantenerme tranquila; pero no es posible mientras no sienta ni sepa que esa orden todavía no está en manos de Janeth.

¡Dios!

Desarreglo mi pelo cuando avanzo un par de pasos; busco dejar atrás la frustración y siento que por un momento lo estoy logrando. Una señora que está sentada como a dos bancas de distancia me mira extraño, de reojo por supuesto y yo giro por completo hacia ella para que lo haga todo lo que desee.

Sí, soy albina, señora. Aléjese.

Cuando es captada, ella se aleja de inmediato, carraspea y se encoge mientras gira hacia otro lado, como si la cosa no fuese con su persona y yo no la hubiese atrapado husmeando ahí en la vida de alguien que no le concierne.

Un bufido se me escapa. Cierro los párpados y cuento peces alrededor de alguna alga o planta marina imaginaria; de esa forma logro relajarme.

«Solo un poco», me animo y siento el latido desesperado de mi corazón que amenaza con no calmarse hasta que Janeth salga de esa sala.

Quiero pensar que todo ha salido bien.

Quiero que ella esté bien.

Quiero… relajarme.

Cruzo los brazos en posición de espera.

No cuento los minutos porque soy consciente de cuán desesperada voy a ponerme gracias a mi impaciencia que no ayuda en lo absoluto en estos momentos, así que he guardado el celular en el bolsillo trasero de mis pantalones porque es el único sitio disponible; al parecer las mujeres no merecemos bolsillos delanteros y es algo de lo que voy a quejarme toda la vida mientras aún encuentre pantalones de mezclilla que tengan pantalones con bolsillos delanteros como un adorno todo cutre y cosido nomás para dejarlo bonito, para que se vea jodidamente “estético”.

Por el amor a Dios; no sean de hombres porque a ellos les hacen bolsillos enormes donde cabe hasta un bendito control de consola. Incluso hasta espacio puede sobrarles.

Mi retahíla crece un poco más con mi indignación por esa gente que no quiere que tengamos bolsillos delanteros por alguna razón; crece cuando me concentro tanto en mis pensamientos que no me doy cuenta del momento en que Janeth sale de la habitación con una carpeta naranja en manos. Me concentro en mi sitio, quieta, con bufidos ocasionales, las manos recargadas a los costados de mi cintura para poder darme un soporte que aun no entiendo para qué lo necesito, aunque ahí me quedo, quietecita.

Estoy apartada de los asientos, por supuesto, por si la gente desea sentarse mientras yo busco razones por las cuáles nosotras no podamos tener bolsillos delante, por las cuáles debamos de andar bolsos en la espalda o de otro tipo solo porque no se les mete en la cabeza ponernos unos que sirvan adelante. Con lo seria que está la delincuencia en estos días, solo las más osadas se atreven a…

—Hola.

Parpadeo un par de veces ante la repentina cercanía.

Me toma por sorpresa aquella voz y hasta brinco cuando veo a Janeth de pie frene a mí con sus ojitos entrecerrados en mi dirección; aunque lleva la mascarilla reconozco ese gesto tan lindo formado por su sonrisa y yo le sonrío de vuelta estúpidamente, con las manos temblorosas y feliz. La sensación de vomitar ha sido momentánea, por los nervios de ver cómo avanza esto con ella y… Darío lejos.

—¿Nos vamos?

—¿Terminaste? —pregunto. Me centro por completo en la carpeta que mete tras su espalda en un intento de postura recta, no por esconderla de mí o de cualquiera que ronde aquí cerca, por supuesto—. ¿Qué te dijeron ahí adentro?

—En estos momentos necesito ir al baño —ella avisa y caigo en cuenta del tono trémulo en su voz—, por favor. Lo necesito.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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