Voy con los pies arrastrados, pasos lentos e inseguros que se escuchan como pequeños lamentos (puede que exagere, aunque lo dudo ya que sí me siento muy nerviosa y por dentro hay un monzón de tantas cosas que responden a más cosas); por supuesto, no con “severas” intenciones de hacerle un berrinche a mi acompañante que viene detrás de mí en silencio, sumida en sus propios pensamientos y en no tropezarse a través del estacionamiento.
Por otro lado, miro de reojo a Kiareth y quiero pedirle que me hable de algo para despejarme, para que mi cerebro sueñe despierto un poco más y no se sienta sobresaturado de tantas cosas a como se encuentra en estos momentos de silencio; sin embargo, cuando intento ver, aunque sea un mínimo algo ahí arriba, cuando enfocarme al menos en una imagen mental, no puedo hacerlo; no hay en realidad nada.
Es como si pensase en tantas cosas, en tantas situaciones, en cómo puede terminar esto, en lo que vamos a decirnos, en cómo voy a sentirme fatal de tan solo mirarlos y pensar que Darío ya no está aquí, que yo, estando él muy mal de salud, lo he abandonado… pero a la vez no pienso en nada, mi cabeza se bloquea, sintiéndose arrinconada y quizás busca defenderse. De todos modos, me animo, quiero que Kiareth se acerque más a mí, quede bien unida a mi costado y me agarre de la mano, entrelace nuestros dedos y me susurre que: «todo va a salir bien», y un lindo y reconfortante: «¡Ya verás! Esa familia no te hará daño». Pero conforme caminamos a través del estacionamiento hay más y más gente; escucho más y más voces.
Bajo el umbral del restaurante familiar de mi… casi-algo tengo que detenerme, con las manos hechas un puño sobre la correa del pequeño bolso de lado que Kiareth me ha prestado. Confiarme es algo que no debo de hacer, pienso en que quizás ha sido lo mejor el habernos ido a otro sitio donde no exponga la casa donde me resguardo desde hace ya un mes y medio, siento que…
Su mano entonces obedece a esas ansiosas e insistentes súplicas internas y llega a mí, con calma.
—Acompáñame a respirar —susurra y comienza a hacer pequeños ejercicios de respiración que imito o al menos hago el intento—. ¿Todo bien?
Niego.
—No lo sé —admito y miro alrededor. Aquí no hay nadie, no hay clientes; todo yace cerrado—. Tengo miedo.
—Janeth, ten por seguro que, en todo momento, voy a estar a tu lado —afirma despacio y me causa un poco de ternura el hoyuelo marcado en una sola mejilla debido a esa sonrisa tan bella que me dedica—. Mi familia está contigo, te apoyan desde siempre, ¿entiendes? Y si algo ocurre, llamaremos a la policía.
—Kia —digo; pero evito proseguir, evito irme por malos caminos donde sus palabras pierdan el deseo de ayudarme a relajarme al menos.
«¿Y si ellos tienen un arma que planean utilizar contra mí para “vengarse” de algún modo? (Aunque no puedo dar una razón exacta de porqué en estos momentos). ¿Y si, a pesar de la carta que mandó Joel, aún me culpan por haberme ido de aquella casa sin dedicarle ningún tipo de aviso a nadie que pudiese encargarse de Darío? ¿Y si en todo momento, durante nuestras charlas, para aclarar ciertas cosas, ellos estuvieron fingiendo y resulta que ellos sí me odian? O mucho peor, ¿y si Darío en realidad está vivo e hicieron esto para que yo saliese de mi escondite actual? Y solo espera a que yo aparezca para venir a por mí y matarme o algo…»
Con la mano libre, me acaricio la sien. Me duele un poco en ciertos costados y se vuelve insufrible esa fea sensación que no se detiene en lo más mínimo. Con un gruñido brotando desde lo más profundo de mi garganta, muevo la cabeza, creyendo de manera ilusa que eso puede ayudarme.
«Todo va a estar bien. No tengo porqué correr; en este restaurante tienen a un guardia afuera... puede ayudarnos en caso de que algo salga mal...» me digo, «Dios, piensa para bien, Janeth. No sobre pienses las cosas, que mientras más lo hagas más vas a romper la poca estabilidad que aún te queda».
Tantas imágenes, tantos intentos de predicciones que no van a volverse realidad, y todas llegan a mí, sin parar, sin intervalos de descanso; algunas hasta se mezclan y mi corazón se acelera, yace agitado por todas y cada una de las malas opciones que no puedo detener, que ridículamente corren porque así trabaja mi mente como si…
Tomadas de la mano, seguimos caminando, en silencio, hacia una de las partes del restaurante más cercanas a la puerta de salida; no quiero arrinconarme por si acaso algo sale mal o, en pura reacción de mi cuerpo, vomite lo poco que he podido comer este día.
Se me escapa un pequeño gas silencioso; lo siento deslizarse y me estremezco. Kiareth, entre una risa nerviosa, tira de mí otra vez.
Voy con esperanzas de que todo acabe al menos medianamente bien, que esa familia haya sido sincera en todos estos días y no me guarden rencor alguno como el que en estos días han venido diciendo que no sienten; pero mi mente corre, siento que se cansa entre tantas cosas chocando entre sí para ver cuál va a encabezar, me duele la cabeza, mis piernas tiemblan y tengo que detenerme de nuevo mientras suplico a mi corazón que no deje que me quiebre ante ellos.
—¿Llegaron ya? —pregunto.
Kiareth se inclina hacia mí y su cela se levanta, en una seña silenciosa de desconcierto.
Le repito lo que he preguntado porque al parecer lo he dicho muy bajo y no me ha escuchado bien.