—Deben de saber que ahora somos una organización unificada gracias a los psiconauticos —decía el chino—, y, por ende, el hecho de que alguien encuentre alguna manera para inculparlos a ustedes desencadenará que también nos puedan llegar a capturar a nosotros.
—Todo mundo está preguntando por los niños italianos que llegaron a estados unidos en un barco y que ahora buscan venganza hacia las familias que aniquilaron a la suya. —Se notaba el descontento y la preocupación de Caro.
—Hace poco más de una semana que anunciaron su nombre en los periódicos y ya están teniendo repercusiones muy grandes. ¿Cómo mierda no nos lo consultaron? —El chino estaba furioso.
—No tenemos obligación de contarle nuestros planes a nadie, a menos que sean sobre la distribución de los psiconauticos o la producción misma. —Giancarlo hablaba firme y conciso.
Antoni jugaba con su reloj de bolsillo, lanzándolo por los aires y atrapándolo mientras caía.
—¿Cómo mierdas llegamos a todo esto? —Dimitri llegó casi tumbando la puerta. Tenía una cerveza en la mano y estaba escoltado por tres tipos.
—Veo que ya cuidas más tu espalda, cabrón —lo recibió Caro.
—Si hay un agente del FBI en mi ciudad debo estar preparado para cualquier cosa.
Tenía la misma ropa que la primera vez que lo vieron.
«Espero la haya lavado alguna vez en este lapso de varios meses», pensó Antoni.
—Ustedes —dijo mientras se acercaba con pasos torpes—, par de niñatos tontos… —Olía a tabaco, alcohol y mierda—, piensan que pueden jugar sus jueguitos de conquistas y reyes. Creen que pueden tener todo lo que quieran sin consecuencias… y esto no funciona así…
—Aléjate de ellos, Dimitri —ordenó Qiang.
—Ustedes no tienen derecho a decirme nada. El FBI acaba de abrir una investigación aquí, en mi ciudad, mandaron un agente a rastrearnos. Todo por culpa de estos dos hijos de perra…
Antoni sacó por completo su reloj del bolsillo y en un movimiento rápido lo lanzó alrededor del cuello de Dimitri, haciendo que la cadena se enredara en él y ocasionando que de un tirón lo pudiera derribar. Nacho, Qiang, Giancarlo, Wong, Aivor y los hombres de cada uno sacaron sus armas al instante.
—No te permitiremos hablarnos así nunca más —le susurró al oído estando sobre él, presionándole el pecho con su rodilla.
El chino tenía una sonrisa en el rostro y el dedo en el gatillo apuntando a los hombres del ruso. Dimitri comenzó a reír, una carcajada ronca y ahogada por la cadena en su cuello. Giancarlo estaba estupefacto, pero apuntaba firmemente su arma, no dudaría en oprimir el gatillo contra los guardaespaldas del ruso.
—Déjense de tonterías —dijo riendo desde el suelo—. Ayúdenme a levantarme, muchachos —ordenó.
Sus hombres se acercaron a socorrerlo. Cuando estuvo de pie se quitó el reloj del cuello y le extendió la mano a Antoni para que lo tomara.
—Un chico muy valiente —señaló—, o estúpido.
Antoni tenía las venas de la frente marcadas, el pecho le ardía de coraje.
—Anoche me siguieron hasta la mansión del chino —mencionó Caro—, el agente del FBI se está poniendo muy pesado.
—Ya movimos todo de ese lugar, cambiamos los muebles y nos deshicimos de cualquier evidencia. Caro dirá que se mudará ahí y que pasaba sólo para revisar que todo estaba en orden —declaró Wong.
—No se les escapa nada —apuntó Giancarlo mientras volvía a enfundar su arma.
—Hacemos bien nuestro trabajo, eso es todo.
—¿Nos besamos? —soltó el chino—, déjense de estupideces. Ustedes dos, idiotas, han demostrado ser muy valientes. Espero lo sean igual para deshacerse de la familia Myers si siguen dando problemas.
—No permitiremos que nos usen para lucrarse —afirmó Antoni.
—Nos encargaremos de ese problema, no se preocupen más por eso —aseguró Giancarlo.
—Es la última vez que les permito ponerme una mano encima, la última. —Amenazó Dimitri.
—Fue una cadena, en realidad —dijo Antoni entre una sonrisa y salió de la habitación junto con Giancarlo.