—Este es Rumualdo Santafé —lo presentó Caro—, él es nuestro abogado de confianza.
—Mucho gusto —contestaron los dos hermanos.
—El gusto es mío, señores D’angelo, me han contado mucho sobre ustedes y su linaje.
—Veo que hizo su tarea —dijo Giancarlo.
—Mi tarea como abogado es hacer todas las investigaciones necesarias para poder sacarlos de cualquier apuro sin problema alguno. —Vestía con un traje color café y una corbata azul que no quedaba para nada con la vestimenta. Usaba lentes pequeños y rectangulares, además de tener un bigote en el labio superior muy bien recortado y de barba un pico de pelo que sobresalía un poco de la barbilla.
«Este perro sí que está entrenado», pensó Antoni.
—Un momento —dijo—, ¿qué acaso usted no es el abogado que salió en las noticias hace un par de años por haberlo encontrado en una orgía y lleno de cocaína hasta el pecho?
—Antoni, no es el momento —declaró Caro—, lo que haya hecho el señor Santafé no nos incumbe, sus acciones no le quitan lo bueno que es para sacar a estos idiotas de prisión.
—Me gustaría que no mencionaran ese tema, no es más que una mancha en mi expediente.
—Por supuesto, deberá disculpar a mi hermano, nunca sabe cuándo cerrar la boca —aclaró Giancarlo.
—Venga, una disculpa. ¿Para qué nos lo ha traído? —preguntó.
—Para que la siguiente noticia no los asuste tanto; han atrapado a Nacho vendiendo psiconauticos —confesó Caro.
—¿Qué? —De nuevo hablaron ambos a la vez.
—Pero ya tengo todo controlado, tan sólo pasará las próximas veinticuatro horas en prisión —aclaró Rumualdo rápidamente.
—¿Cómo es posible? —Giancarlo no podía creerlo.
—Tengo más contactos que todos ustedes aquí. Todo mafioso y político necesita un abogado al menos una vez en la vida para ocultar toda la mierda que hacen.
—Eso lo tenemos claro, Santafé —replicó Caro—. Además, nos vendrá de maravilla para cualquier contratiempo que nos pase, y, lo mejor de todo, él podrá limpiarnos todo el dinero que generemos.
—Para eso nosotros tenemos la cárnica —declaró Antoni.
—Y… —añadió el abogado—, gracias a eso me di cuenta de que sus cuentas no quedan muy claras en la declaración de impuestos. Lo están haciendo mal y poco falta para que vayan a llamarles la atención.
—Mierda.
—Sí, mierda —repitió—. Dejen todo en mis manos, desde ahora en adelante yo me encargaré de eso.
—¿Y de cuánto estamos hablando? —preguntó Antoni.
—Dadas las cantidades de dinero que mueven, será trabajoso pero no imposible poder lavarlo, así que yo me quedaré el diez por ciento de todo lo que lave.
—De a poco nos quedaremos sin ningún porcentaje, hermano.
—Es algo justo, Antoni, no lo veo mal.
—Y el último mes antes de irse habrá un aumento de hasta el quince por ciento.
—¡Y una mierda! ¿Cómo es que sabes que nos iremos, cabrón? —Antoni se recargó en su auto. Estaban en un estacionamiento subterráneo cerca de Central Park.
—Como ustedes dijeron, hice mi tarea. —Sonrió.
—Me cago en la puta, hasta a mí me da miedo a veces con toda la mierda que sabe —confesó Caro.
—Bien, muchachos, —Santafé miró su reloj—, tengo que irme, pronto tengo una reunión, aquí está mi número. —Les dio una tarjeta—. Cualquier cosa, estamos en contacto.
Los hermanos agradecieron y se despidieron del abogado.
—A veces creo que sólo nos presentas gente para que nos quiten dinero —sospechó Antoni.
—Y yo a veces creo que si no fuera por toda la de contactos que están juntando no podrían dar ni un paso por día. Le confiscaron a Nacho cerca de cincuenta psiconauticos, haré lo posible por sacarlos de la comisaría y devolvérselos a su gente.
—Te lo agradecemos, Caro.
—Venga, que les vaya bien —terminó mientras daba media vuelta y se dirigía a su auto.
—Nos van a dejar pobres estos hijos de perra —exclamó Antoni.
—No más de lo que nos dejaría el FBI y la DEA, así que no hay mucho que refunfuñar —contestó Giancarlo al subirse al asiento del copiloto—. Tú conduces.
—Siempre lo hago yo, es mi coche —alegó—. El viejo nos quiere ver en la fábrica de carne. Antes de venir con el policía me llamó al hotel donde estaba.
—Pues andando. No me puedo creer que enserio te sigas viendo con Anne.
—Te juro que si la conocieras sabrías que es una mujer que vale la pena.
—Lo repites tanto que me la estoy empezando a creer, cabrón.
—¿Tú qué me dices?, ¿todavía no has encontrado a alguien que te mueva el corazón?
—Me reservaré hasta llegar a Italia, apuesto que ahí habrá más variedad de mujeres.
—Que cabrón que eres.