«Antoni siempre va al hotel con la chica de cabello blanco, si lo hace de nuevo esta vez su coche estará en el estacionamiento privado, no me podré acercar a él. Mejor sigo a Giancarlo, hay más oportunidad de que deje su auto en un lugar donde no haya nadie cerca», pensaba Jacob mientras encendía su vehículo y veía el de Giancarlo arrancar en dirección contraria al de Antoni.
—Procedo a seguir el automóvil de Giancarlo D’angelo —dijo a su grabadora—. Ambos salieron con un portafolio y se dirigieron a diferentes lados, iré tras el objetivo que posiblemente sea más fácil de interceptar.
Pisó el acelerador y conservando la misma distancia prudente de más o menos una manzana de distancia empezó a seguir el automóvil de Giancarlo. Tan sólo bajaba la vista de vez en cuando hacia sus piernas, donde tenía un mapa con los lugares marcados a los que iba el italiano que, por lo general, siempre eran muelles y empresas de distribución. Sin embargo, esta vez no estaba yendo a alguna que se le hiciera familiar de las últimas semanas.
Estaban pasando por Pelham Bay Park, y al parecer Giancarlo se dirigía a City Island.
—Estamos llegando a City Island —grabó Jacob después de encender su grabadora de voz una vez más—, seguiré reportando todos mis movimientos por aquí.
La apagó y la puso dentro de su guantera. Continuó siguiendo a Giancarlo hasta que se detuvo en una especie de casa cerca del muelle, parecía como si se tratase de una caseta. Jacob estacionó a la par del hermano D’angelo, la inspección tenía que ser rápida y se debía acercar lo más casual del mundo, no había que levantar sospechas.
Giancarlo bajó de su auto y sin mirar a ningún lado, denotando la confianza con la que iba, entró directamente a la casa al lado del muelle con el portafolio en su mano.
Jacob salió de su auto en cuanto la puerta se cerró detrás de Giancarlo. Se acercó a la ventanilla del auto de su víctima y utilizando unas ganzúas abrió la puerta, entró al auto y la volvió a cerrar, como si él fuese su propietario.
Comenzó a inspeccionar el asiento del copiloto, donde había un par de bolsas con comida dentro. Abrió la guantera y ahí fue donde encontró la sorpresa. Una bolsita con varias píldoras de color azul. Las miró detenidamente, sabía qué eran, ya había decomisado varias antes a drogadictos en las calles.
«¿El señor D’angelo consumiendo drogas?», se preguntó.
Dejó la bolsa de nuevo en su lugar y salió a toda prisa del auto, cerró la puerta con cuidado y entró con cautela al suyo, no sin antes percatarse de si alguien lo había visto.
Esperó dentro de su coche por varios minutos esperando a que Giancarlo saliera del lugar, cuando lo hizo, entró a su vehículo y antes de arrancarlo, se quedó recostado unos minutos. Desde el ángulo en el que estaba el agente Smith, pudo ver cómo abría la guantera para sacar las píldoras y meterse una a la boca.
«Entonces es el tipo de hombre que consume esas porquerías», meditó.
Cuando el hermano D’angelo partió al fin, Jacob se quedó unos minutos más. Salió de su auto y se encaminó al lugar al que había entrado Giancarlo. En cuanto se acercó a la puerta se percató de lo que era una agencia de cargueros. Entró y fue al mostrador, donde había una mujer muy joven con una sonrisa en el rostro.
—Buenas tardes, señor, ¿en qué le puedo ayudar? —le preguntó al verlo.
—Hola, buenas tardes. Disculpe, ¿hacia dónde pueden hacer transportes?
—A toda Europa, señor.
«Bingo», se dijo.
—Gracias, lo tomaré en cuenta.
—Para servirle, señor, que tenga una tarde excelente.
Jacob asintió y justo cuando estaba por salir, de la puerta contigua al escritorio de la mujer salió un tipo, un señor mayor con un bigote y cejas gruesas, con el portafolio de Giancarlo en la mano.
—Ya me voy a retirar, Imelda —dijo el tipo a la secretaria.
—Está bien, señor, cerraré en una hora —respondió poniéndose de pie.
—Perfecto, hasta mañana. Que tenga un buen día caballero —le dijo a Jacob cuando pasó junto a él y salió por la puerta.
—¿Era el dueño? —preguntó el agente a la secretaria.
—Sí —respondió con una gran sonrisa.
—Que honor —mintió, y después salió del lugar.
Afuera las nubes estaban empezando a cubrir el sol, parecía que iba a llover.
Subió a su coche y condujo hacia la comisaría. Al llegar, subió las escaleras hasta el segundo piso y entró a la oficina del jefe de policía.
—Disculpe, oficial Caro —dijo al entrar.
—Sí, Jacob, le escucho. —Salvador estaba escribiendo en unos documentos.
—La información que tenemos acerca de los psiconauticos está en los expedientes, ¿cierto? —preguntó.
—No hemos recabado nada acerca de ello.
—¿Nada? —se sorprendió.
—Sí, lo único que sabemos es que comenzaron a aparecer hace poco más de medio año.
«Poco antes de que los D’angelo compraran el casino», dedujo en su mente. No iba a soltarle ya nada de información a la policía.