Los Hermanos D'angelo [ahora en físico]

Capítulo 45

Jacob bajó del barco de la misma manera que subió. En medio de todos los hombres de los D’angelo para confundirse entre ellos. Aún así, el tiempo que estuvo en la bodega con ellos lo ayudó a hacerse amigo de un par de sujetos. Ya podía caminar junto con alguien sin levantar sospechas.

Bajó por las escaleras de abordaje y pisó el muelle de madera. Se sentía tan bien estar parado sobre algo que no se movía. Miró a su alrededor, el atardecer estaba en su clímax y los rayos del sol iluminaban todo de un color naranja y violeta. Frente a él, a varios metros de distancia se encontraban los hermanos y Rinaldi platicando con varios tipos trajeados y con sombreros de copa. Parecían realmente gente importante.

—¡Todos pónganse estas capuchas! —Les ordenó Aivor.

En vez de hacer fila para pasar por una a las canastas que estaban en una de las mesas frente a ellos, decidieron hacer un desorden y amontonarse y pelearse para obtenerlas. Un punto a favor para Jacob.

Parecían pasamontañas, con el detalle de que era una tela muy fina. Las iban a usar todo el trayecto hasta la casa de los D’angelo para que los espías de los Florenci no los pudieran identificar.

El agente Smith se puso la suya y por fin, después de casi quince días, se sintió a salvo.

Todos subieron a varios camiones que esperaban por ellos y emprendieron el viaje directo a la residencia D’angelo. Les habían comunicado que compraron varias casas al lado de esta misma para que así estuvieran cerca de los hermanos y los unos a los otros todo el tiempo.

 

—Encantado de conocerlos, señores D’angelo —dijo Leonardo Messina, antiguo amigo de sus padres.

—El gusto es todo nuestro —dijeron al mismo tiempo mientras extendían su mano.

—No creímos que algo así fuese capaz de suceder, ni siquiera supimos que estaban vivos hasta hace unos meses. —Luigi Ricci era parte de los contactos importantes de su padre.

—Ni siquiera nosotros sabíamos quién éramos —bromeó Antoni.

—Tiene todo el sentido del humor de su padre —exclamó Guido Messina.

Eran tres las familias que aún estaban de su lado a pesar de las amenazas de los Florenci. Estaban reunidos frente a la caseta del señor Vitale.

—¿Quién es esta hermosa mujer? —preguntó Leonardo.

—Yo tampoco me había atrevido a preguntarlo —añadió Luigi.

—Ella es Anne Ruddenford, mi pareja —presentó Antoni.

Giancarlo miró hacia otro lado, seguía sin aceptar al completo la relación, mucho menos ahora que gracias a su confesión habían tenido que matar a Dimitri y tuvieron al FBI pisándoles la cola.

—Es la mujer más hermosa que mis ojos han visto —exclamó Guido—. Con todo el respeto que mi mujer se merece —rio.

—Muchas gracias, señores —agradeció Anne, quien se sonrojó.

—¿Podemos ir a la casa D’angelo? —sugirió Rinaldi—. Siento que en cualquier momento me darán un tiro estando aquí afuera con la lacra de los Florenci merodeando.

—Estaba por decir lo mismo —dijo Giancarlo—, no es seguro aquí.

—Mire, señor D’angelo. —Leonardo dio un paso al frente—. ¿Ve a esa mujer que lava su ropa en la orilla del mar? —Apuntó a una señora harapienta.

—Sí, la veo.

—Tiene una pistola en las bragas, esperando cualquier indicio de peligro para saltar a defendernos y dar su vida por nosotros.

A Antoni se le erizó la piel.

—Al igual que ese lustrador de zapatos y el pescador que está desenredando su red —agregó Guido.

—Y esos hombres que beben el café en la repostería de allá, oh, y ese niño que juega con las piedras irá corriendo a la quinta caseta a su derecha para avisar a un grupo de cinco hombres que salgan disparando si ve que estamos en peligro —añadió Luigi.

—Joder… —susurró Aivor.

—Estamos a salvo aquí —declaró Leonardo—, pero por supuesto que iremos a su casa. Hace más de dos décadas que no vamos, será igual que volver al pasado.

—Después de ustedes —ofreció Giancarlo. Ya tenía miedo hasta de su sombra.

—Vamos, Anne —dijo Antoni, tomando a su mujer de la cintura.

—¿Qué hay de usted, señor Giancarlo? —le preguntó Leonardo.

—¿De eso? —Miró en dirección a su hermano, quien subió en otro coche junto con Rinaldi, Aivor, su mujer y Guido.

—Sí, ¿no han capturado a su corazón todavía?

—Me contuve para ver si es verdad que en Italia están las mujeres más hermosas —dijo con una gran sonrisa en los labios.

—Ese es nuestro chico —exclamó Luigi entre risas.

Empezaron su camino hacia su casa, su antiguo hogar, el que les arrebataron.

En cuanto llegaron, Rinaldi empezó a llorar.

—¿Está bien? —le preguntó Antoni mientras tocaba su hombro.

—Hace más de diez años que no venía, antes solía pasar por aquí de vez en cuando sólo para rezar. Está igual que cuando me marché.




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