«Es indignante la derrota, y más si no luchaste por evitarla.».
No podía expresar eso en palabras, mas sí lo sentí después de nuestro casi exterminio del año ochocientos cuarenta y cinco, es decir, a mis once años.
Estaba en el orfanato. Recientemente, mis padres me abandonaron ahí, cuando caía el día. No fue una despedida cualquiera. Los dos, en especial mi padre, me hicieron una petición con un hilo en su voz que acepté cumplir sin saber el porqué:
«Nunca reveles tu apellido a nadie hasta que te unas a la milicia... Por favor...»
¿Qué representa el apellido Ackerman? ¿Peligro, salvación?
Incluso, hoy en día, no la entiendo.
Retomando la historia, la joven mujer que me recibió —si mal no recuerdo, se llamaba Alice— por alguna razón, sus ojos se dilataron y brillaron justo al decirle mi nombre, aunque no le di importancia en el momento. Ella me guió a una habitación que se asemejaba a un funeral, donde estaban acomodados niños y niñas de más o menos mi edad.
El ambiente era contagiosamente deprimente.
Por supuesto; de seguro seguían esperando por una familia que los refugiaran en sus brazos. Y apenas era mi primer día ahí; no sabía lo que me depararía en el futuro.
Que aproximadamente cinco minutos después se definiría...
Nos sobresaltó un fuerte azote a la puerta. Se trataba de la señorita Alice, en estado de pánico—: ¡Todos, agrúpense y síganme! ¡Tenemos que salir de aquí, o los titanes nos devorarán!
Nadie lo pensó dos veces.
Salimos apurados con Alice hasta la salida de la residencia —y en general, de la zona de la muralla María en la que peligrábamos—, y muchos de los huérfanos gritaban e hipaban. Alguien les debió contar algo macabro acerca de esos titanes para que tomaran esa actitud.
En aquel entonces, yo no le prestaba atención a las leyendas urbanas.
Se nos unían poco a poco más niños y más mujeres hasta que se vació todo el orfanato. Los más pequeños eran cargados en brazos de ellas, que por la misma vestimenta, suponía que trabajaban con Alice.
Escapamos y no paramos de correr en busca de un sitio seguro. Se respiraba agonía con los gritos de horror de los habitantes.
Sin embargo, me alertó al instante una secuencia de pesados balazos en la lejanía, más precisamente en la puerta que conectaba con uno de los distritos de la muralla. Me tentó la idea de ver qué ocurría, y así lo hice. Detuve mis pasos y volteé mi cabeza hacia atrás.
Los balazos atentaban contra una corpulenta criatura y acorazada que parecía un humano.
—¿Es eso un titán? —cuestioné.
El titán corría en dirección a la puerta sin ser aplacado por las balas de los cañones, disparadas por los soldados de la Guarnición. A su vez, éstos trataron de huir de él.
—¿Por qué? ¿No entrenan para enfrentarse a los titanes? ¿¡Por qué huyen!?—volví a cuestionar, sintiéndome indefensa en cuanto ese titán alcanzó a derribar la puerta y parte de las paredes, que fueron despedidas por el aire.
—¡Fiona, aléjate de ahí! ¡Fiona!
Retronó el suelo a mis espaldas.
Bastó un pequeño vistazo para saber que Alice había muerto aplastada.
—¡Alice! —chillaron sus compañeras. No les dio tiempo de acercarse junto con los niños, puesto que ellos también fueron aplastados. Debajo de los escombros se extendían charcos de sangre.
Lloré aterrada. Me cubrí los ojos pensando en que de esa manera todo desaparecería. Más bien, el mundo a mi alrededor perecía. No sé de dónde saqué valentía para enfrentar al autor de esta desgracia—: Eres muy malvado...
Sus ojos poseían deseos de aniquilar, como la horda de los aterradores humanoides que entraban con una sonrisa a nuestro territorio.
Ni más los avisté, reanudé la carrera. Mi respiración se agitaba a medida que avanzaba.
Afortunadamente, distinguí a dos soldados de la rama de la Guarnición que me socorrieron de inmediato y volaron conmigo por los aires al otro lado de la muralla. Casi anochecía cuando avisaron que aterrizamos en el distrito Trost.
⚔️
Desperté cansada y hambrienta. Parecía estar en una plazoleta. Había mucha gente aglomerada en distintos sitios: adultos, niños, ancianos y soldados supervisando. Era un nuevo día.
Examiné el lugar donde recién dormía. Constaba de un pequeño colchón y una manta delgada.
«¿Y mis papás?». Me levanté de golpe, y me entristecí al no hallarlos entre la multitud. «¿Habrán muerto?».
Quién lo diría. No huyeron a tiempo. De haber sido así, me habrían buscado. Sin embargo, me eché la culpa por no pensar ni un segundo en ellos ni antes ni durante la matanza masiva.
Mis cavilaciones fueron interrumpidas al percibir a un niño que venía a mi encuentro, muy emocionado y de prisa, con un pan en su mano. Me extrañó esa actitud.
Parecía de mi edad, y era rubio.
—¡Al fin despiertas! —dijo a modo de saludo y me tendió el pan, sonriente— Supuse que tenías hambre.
Tardé unos segundos en procesar sus acciones. Se notaba que se esforzó bastante para conseguir ese pan, y estaba feliz de dármelo. Me transmitió una fracción de su aura revitalizante, y le acepté el alimento.
—Gracias —mis palabras salieron involuntariamente. Ningún desconocido, además de mis padres, había sido tan bondadoso conmigo, y eso me asustaba un poco. No obstante, no estaba en condiciones de negar ayuda—. Pero, ¿tú no has comido?
—La verdad, no, pero sentí que lo necesitabas más que yo.
¡Ese niño no paraba de sonreír aún en su indigencia!
—Lo siento; sería muy grosero de mi parte no compartirlo —partí el pan a la mitad y le extendí una—. Es mi forma de pagar tu bondad.
—Vaya, ¡muchas gracias! —lo tomó con más emoción que antes. Se sentó conmigo en la orilla del colchón y empezamos a comerlo despacio.