La canción de este capítulo es Demons— Imagine Dragons.
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Si algo caracterizaba a Souvenir era su aparente falta de movimiento, el pueblo simplemente parecía no avanzar. La superstición reinaba en las mentes cerradas y fantasiosas de sus habitantes, quienes juraban a los cuatro vientos haber sido testigos de la presencia de brujas, desapariciones tétricas, rituales paganos, fantasmas y maldiciones. Vivían en el pasado, atados a una estricta religión que, para sorpresa de todos, resultaba ser de lo menos convencional, pues se trataba de una liga de divinidades extremadamente poderosas y, según la gente de allí, más antiguas que el Dios de los otros. Cualquier ajeno a las costumbres de ese pedazo de tierra aislado se sentiría atraído a su extrañeza, por eso los periódicos del país solían reservar una sesión especial al "pueblo en el que el tiempo corre hacia atrás", al igual que cada año llegaban cientos de turistas entusiasmados por embarcarse en un viaje a la época de la magia ¡Y gratis!. Sin embargo, pocos regresaban a sus hogares igual que antes.
Mis padres eran de esos viajeros fisgones, ansiosos por descubrir cada oscuro secreto que una sociedad tan atemporal cómo Souvenir pudiese esconder. Eran amantes del misterio, de lo sobrenatural; recolectaban objetos que aseguraban estaban encantados, cazaban espíritus, visitaban a médiums, chamanes y otros sujetos relacionados con el misticismo del más allá, investigaban los enigmas de las religiones... soñaban con algún día inaugurar su propio museo del pecado. De ahí que estuviésemos allí mismo, estacionando el auto frente a una mansión típica de película de terror, descargando el equipaje y confiando en una banda de personas vestidas con uniformes a juego, quienes nos conducían al interior de la propiedad.
Mi madre, colgada del brazo de papá, observaba el lugar con los ojos brillantes y una sonrisa enorme.
—Nada ha cambiado, siento que volví a los ochentas.— ambos rieron con complicidad, yo no hice más que soltar un resoplido. Ellos habían crecido en Souvenir, pasaron su niñez rodeados de historias de ultratumba, su compromiso fue celebrado en un perturbador rito a una diosa llamada Aria y su noche de bodas tuvo que ser inaugurada con una ceremonia de sangre, rodeados por nueve testigos. Bastante traumático, a mí parecer. Sabiendo aquello, la obsesión que tenían con lo paranormal no resultaba muy descabellada.
El interior de la casa se asemejaba al de un castillo antigüo; las paredes de piedra decoradas con obras renacentistas, el suelo de madera rechinando con cada paso que andábamos, la chimenea chispeante junto a los ventanales relucientes custodiados por unos barrotes de hierro, los candelabros medievales colgando como laureles y el concentrado olor a incienso que me provocó un estornudo. También había toda una galería de retratos familiares expuesta con orgullo, generaciones y generaciones de la familia Vicario, los dueños de absolutamente todo. Estaba al tanto de su importancia en el pueblo porque mamá no paraba de decir que esa gente siempre ha escondido algo. Pero aquí estábamos, hospedándonos en su palacio, como si no fueramos los más hipócritas al fingir ser sus amigos.
Los sirvientes iban de aquí a allá, entrando y saliendo por un sinnúmero de puertas que, con tan solo verlos, me sentí perdido.
Recorrí con la mirada las empinadas escaleras cubiertas de terciopelo, encontrándome en la cima los ojos profundos de una mujer. Llevaba puesto un largo vestido blanco, con el que no mostraba más que su cuello pálido y delgadas manos; los rizos, del mismo tono rojizo que sus labios, estaban recogidos en un peinado elaborado. Cuando sonrió dulcemente sentí cómo se me helaban los huesos y, al tiempo que comenzó a descender con paso agraciado, crecía la sensación de vacío en mi estómago. Creí que lucía molesta, quizá no le agradaba que observaran tanto su casa.
—¡Katherine, querida!— expresó la dama aterradora en cuanto estuvo cerca de maná, besándole ambas mejillas y abrazándola con una especie de cariño. Luego le apretó la mano a papá—. ¡Sam, qué bueno verte de nuevo! ¡Qué alegría tenerlos aquí de vuelta!.
A esas palabras les siguieron un intercambio de halagos infinito, unos cuantos recuerdos de infancia y un rápido resumen de cómo el pueblo seguía completamente igual. Mientras la charla se alargaba, más seguro estaba de que no les importaría que me sentara en alguno de los muebles a esperar, y a punto estuve de hacerlo, cuando de repente dos personas más aparecieron en el salón.
El hombre tenía el cabello y la barba salpicados de canas, sin embargo no mostraba más edad que papá. Era alto y de piel tostada, los músculos se le marcaban bajo las mangas de la camisa abotonada, sus ojos eran de un azul intenso, sin duda lo más llamativo de su apariencia. Junto a él estaba una chica, seguramente su hija. Ella tenía el cabello del mísmo color que la dama aterradora, sólo que estirado y con un estilo retro; también compartían las pecas y los ojos marrones, de hecho eran bastante similares, exceptuando que la más joven no parecía encajar en aquel ambiente de época.
La chica me observó enarcando una ceja, no supe cómo responder así que sólo agité la mano en el aire en forma de saludo, a lo que se rió de mí. Debí lucir verdaderamente patético.
—¿Este es tu hijo, Kath?— cuestionó la señora, mamá asintió—. Está enorme, aún recuerdo cuando sólo era un bebé.
De inmediato miré a mis padres, pues no tenía ni idea de que había estado en el pueblo antes. Ellos se limitaron a encogerse de hombros.
—¡Oh, claro que no lo recuerdas!— adivinó la mujer, alborotando mi cabello—. Estos dos nunca fueron tan fieles a Souvenir, no me sorprende que tampoco te dijeran que fuiste bautizado aquí. Apuesto a que ni siquiera sabes que yo fuí quien lo hizo, soy tu madrina. ¡Increíble! Eres un discípulo del dios Hicapo y tú ni enterado.