Aion llegó ese día tal como había salido la noche que salió con su rifle: vistiendo de negro como si fuese a su propio funeral. Pero antes pasó fugazmente por su casa para tomar sus cosas e ir a tomar clases. Aunque esta vez era diferente.
Los rumores sobre la muerte de Eliseo apenas habían mermado después de dos eternas semanas. Sus piernas fatigadas se movían lentamente mientras se arrastraba a sí mismo, tenía el estómago apretado y duro. La rigidez en cada uno de sus músculos le hacía sentir que se movía como un robot.
Había cruzado a pie todo el centro para ir por su rifle que había metido en una bolsa de plástico a la orilla del río Pomeroy, hundido con una roca, y no podía arriesgarse a que el agua lo arrastrara o alguien lo hallase. Al menos ahora sí estaba en un lugar seguro.
Aion mordió el interior de su mejilla con preocupación. Le quedaban pocos lugares seguros ahora que los Federales estaban buscando al tirador de Wintercold. Cuando alzó la cabeza halló su reflejo en los vidrios de las puertas principales de su facultad. Se veía… vencido. Su cabello estaba sucio y enmarañado.
Desde que había salido de su casa la noche anterior y se había tenido que cuidar más de lo usual del patrullaje en la ciudad, no había tenido tiempo ni de darse un baño rápido esa mañana. Su aspecto abandonado le hizo marcar una mueca de indiferencia en su cara.
Al ver a sus compañeros de salón pasar por su lado reaccionó. El dolor físico le hizo recordarse que todavía estaba vivo, aunque yacía allí parado y perdido como un ente invisible. Intentó recordar a qué había venido.
«Presentas el monólogo, recibes tu calificación y te largas», el pensamiento le susurró al oído como alguien ajeno a sí mismo. Sus manos comenzaron a temblar de manera incontrolable. Si tan solo pudiese concentrarse… Aion apretó los ojos, pero ella seguía allí. El temblor se hizo más severo y se apartó a un lado para sosegar su respiración.
Un monólogo. Sobre alguna estúpida tragedia. Aion abrió los ojos y miró al piso.
«Shakespeare… ¿Hamlet? Romeo…, Alejandro Magno, Homero, Edipo…». Revisó nuevamente el mensaje en su celular:
Profesora Hauffmann: Hoy presentáis el monólogo y es la nota más importante de esta añada. Recordad que es argumento libre. ¡Estoy ansiosa por ver vuestras interpretaciones! ¡Así que deseo que seáis creativos!
Decía el chat del salón.
—Argumento libre…
Se quedó muy quieto. Esto se ponía cada vez peor. Era una nota que definiría su año. Aion consideró por un momento la idea de regresar por donde vino e intentarlo el próximo semestre. Pero eso implicaba seguir viviendo allí, gastar dinero, ser humillado…
¿Qué pasaría con Gris? ¿Iría acaso? ¿Por qué de pronto le importaba dónde estaba ella?
La clase ya había comenzado, pero él ni siquiera había entrado todavía. Se afirmó contra la pared como era usual y puso un cigarrillo en sus labios. Bendito el vicio que mantenía ocupadas sus temblorosas manos… Luego tomó otro, y el siguiente mientras esperaba su turno para estar frente a todos aquellos ojos juzgadores.
¿Se había resignado ya Gris a continuar con su farsa?
Gris, Gris, Gris. Ella invadía su mente como un maldito soldado griego invadiendo Troya. Se sonrió con sátira. No ayudaba que su apellido comenzara con S. Sería de los últimos en pasar.
Aion entró al salón y se quedó a un costado mientras veía apático una interpretación de Julio César. Algo exótico. El tipo se había vestido tal como el emperador aparecía en las esculturas romanas y terminó levantando una espada de pacotilla al son de un grito de victoria. Oyó breves aplausos entremezclados con murmullos y tos, ya todos hartos o cansados de ver al quinto Julio César de la clase.
—Excelente, Rojas… —La profesora anotó algo aburrida y siguió—. Muy bien, ahora es el turno de Samaras.
Aion se enderezó, tragando saliva. Su corazón dolía mientras bombeaba con fuerza y no podía respirar bien.
—¿Dónde está Samaras? —La profesora Hauffmann alzó la voz. Y todos comenzaron a buscar y susurrar alrededor.
¿Qué iba a hacer ahora…, si ni siquiera podía concentrarse? Su mente estaba a kilómetros de allí, semanas atrás; donde había comenzado un caos, la oscuridad de la ciudad, el hombre vestido de negro que mató a ese otro oficial asustado, la muerte de Eliseo, sus manos rodeando la garganta de Gris…
—Al diablo —musitó apretando sus manos.
Comenzó a caminar al frente del salón. Tomó una silla y la colocó justo en el medio de la sala justo debajo de una lámpara que lo alumbraba sólo a él. Se sentó, cabeza gacha, cruzándose de piernas que comenzaron a moverse nerviosamente.
»Al diablo —repitió, y se tomó su tiempo en comenzar mientras intentaba inútilmente quedarse quieto.
Ya decidido, los miró a todos lentamente. No había rostros familiares allí, pero sus ojos buscaron entre ellos hasta verla.
Gris Ledesma.
Pronunciar su nombre en su mente le supo a ambrosía. Todo, y todos los demás, no importó. Aion Samaras comenzó:
»Soy un impostor y un miserable —dijo lentamente—. Pretendo ser alguien que jamás se ajustará a este sitio. Ojos flagrantes me asestan puñales por la espalda. Pero ahora… —Se inclinó hacia adelante—. Los veo bien. Soy un hombre más, entre tantos fingiendo que todos aquí estamos construyendo mentes extraordinarias mientras el mundo se cae a pedazos.
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Editado: 06.09.2024