Los príncipes azules no existen

I

—Tenés que verlo –me dijo Lucía–, es perfecto.

No me interesaba en absoluto el vecino nuevo, pero mi hermana insistió tantas veces en lo hermoso que era, que terminó por picarme la curiosidad. Por suerte, no tuve que esperar mucho para conocerlo.

Me crucé con él pocos días después, una noche que volvía tarde de la facultad. Eran más de las once y hacía bastante frío. Lo vi salir del ascensor mientras buscaba las llaves para entrar y lo esperé con la puerta abierta, más por chismosa que por amable. El tiempo que tardó en cruzar el hall me alcanzó para observarlo discretamente.

Lo primero que me llamó la atención fue que iba sin abrigo. Estábamos en pleno julio, pero él salía en remerita. Fuera de eso, vestía bastante normal: un jean y unas zapatillas de lo más comunes, de lona negra. Su aspecto también era común. De estatura mediana, algo delgado, caminaba con un paso grácil, con las manos en los bolsillos. El cabello revuelto daba la impresión de que acababa de despertarse. Nada del otro mundo.

Cuando me pasó por al lado, me miró apenas para murmurar un «gracias». Me quedé petrificada. No por sus rasgos, que eran regulares, sino por la palidez del rostro. Estaba demacrado; tenía unas tremendas ojeras alrededor de los ojos oscuros.

Un vaho sofocante y nauseabundo me hizo sentir arcadas, aunque desapareció enseguida. En cuanto el chico me dejó el espacio libre, entré y cerré la puerta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo; sólo cuando llegué al departamento y la encontré a Lucía tirada en el sillón, se me aflojaron los nervios.

 

 

 




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