Al menos una vez en la vida nos atrapa un sueño; algo que nos escoge, no que escogemos.
Como si el cielo pusiera frente a nosotros la oportunidad de dejar nuestra huella, de aportar nuestro granito de arena en una empresa desprovista de egoísmo que busca con desespero suavizar las llagas de una herida ajena.
Te sientes como el “elegido” y aunque te sumerjas en un montón de contras por el cuál te es imposible realizar ese sueño, algo más fuerte te presiona desde dentro.
No sabes cómo ni para qué, pero tienes que hacerlo, pues negarte se te vuelve espina: no mortal, pero si dolorosamente molesta…
Es cuando comienzas a apuntalar planes sin éxitos, que armas cien veces y se desmoronan quinientas; buscas ayuda y se te cierran 1000 puertas y el “ríndete, es imposible, hasta ahí no llegas…” hace temblar tus rodillas pero no las quiebra, pues para bien o para mal se han vuelto tercas, persistiendo en su búsqueda de al menos un aliado, una mano que les invite a empinar el vuelo.
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Aquella vez fue mi vez, mi vez de ejercer de costurera de sueños ajenos, fue nuestra vez…, algo más alto nos puso por separado el mismo sueño, y el día que por 1era vez planeamos nuestro encuentro, fue el día en el que caí sin remedio por la madriguera del conejo:
Esa noche fuiste atento, puntual, responsable, considerado, tímido, tierno… navegando en un montón de preguntas tontas sobre gustos, lugares, músicas, deseos...; solícito a los míos, escogiendo presentarme oportunidades en vez de mofarte de ellos sin importar que tan triviales llegaran a serlo. Hasta que a escasos minutos del adiós preguntaste de la nada por algo más serio.
Yo te respondí:
— costurera de sueños ajenos
Tú respondiste:
— cuenta conmigo para remendar esos sueños…
Entonces más que atento, tímido, considerado, tierno… te me volviste respuesta, oportunidad, héroe, soporte, puerta, alas, viento.
El sueño de remendar sueños me cazó a mí, tú cazaste mi sueño, y yo me fui envuelta en ello.