Sadira abre los ojos con pesadez, aún más dormida que despierta. Lleva en la cama poco más de media hora pero es tiempo más que suficiente para que un ángel se recomponga. Espera encontrase con el techo de su habitación, pero en su lugar vislumbra unas densas ramas de altos árboles que a duras penas dejan entrever el cielo nublado que aguarda en lo alto. El enigma de la situación le hace sobresaltarse como si de una pesadilla acabara de despertar. Mira a su alrededor con los ojos bien abiertos. Sin duda se encuentra en el bosque.
Agarra un puñado de tierra con la mano derecha; su estado húmedo le indica que hace poco ha parado de llover. Lo confirma con las gotas de rocío depositadas sobre la superficie de algunas plantas. Pero para su sorpresa, el viejo camisón que viste a modo de pijama no está mojado.
Se pone en pie, descalza y desconcertada, e intenta dar con el camino de vuelta a la Ciudadela. Si se ubica correctamente, no le queda muy lejos. Se siente pesada y algo aturdida, y de vez en cuando se apoya en los árboles para caminar. Tras un rato deambulando considera la opción de pararse a descansar, pero esa idea se le va de la cabeza al reparar en lo preocupado que debe estar Marx por ella.
Alcanza un pequeño riachuelo de agua cristalina y se arrodilla ante él. Toma agua con las manos y se frota la cara efusivamente. Conforme va descendiendo las manos al terminar, intuye en el agua el reflejo de su rostro. Da un respingo hacia atrás de la impresión pero no aparta la vista; un mechón negro recorre desde raíz su larga cabellera castaña. Lo desprende del resto con la mano y lo sitúa frente a sus ojos para asegurarse de que no es tan sólo un efecto del reflejo. Para su sorpresa es efectivamente el color que presenta, y no es lo único; sus labios también han abandonado su típico color rosado para adoptar un semblante grisáceo.
No se reconoce ante la imagen que le devuelve el agua, pero quizá no le presta toda la atención que debería. Se levanta más confusa si cabe y echa la vista al frente; un poco más adelante los árboles comienzan a dispersarse y se vislumbra el final del bosque.
Por la escena que presencia al salir, el entorno de la Ciudadela poco concurrido, deduce que serán alrededor de las diez de la mañana. Eso le aporta cierto alivio porque menos personas llegarán a percatarse de su atuendo embarrado y desprovisto de calzado. Recorre la ciudad intentando no ser vista y rápidamente alcanza la casa que comparte con Marx.
—¡Gracias a Dios! Ya estoy aquí. No vas a creer lo que me ha...
—No mencionamos a Dios en vano -incurre desde la pequeña biblioteca leyendo un libro en un sillón—. ¿Dónde estabas?
Sadira se dirige a su habitación para cambiarse de ropa al tiempo que dice:
—¿Sabes? Creo que soy un ángel de los sueños —cierra la puerta tras de sí—. He tenido uno tan realista que me he acabado teletransportado.
Marx cierra el libro, lo coloca en la estantería y se encamina hacia su puerta con una curiosidad desbordante. Sadira continúa.
—No se si tendrá muchas aplicaciones útiles pero siempre es mejor que nada...
Escoge la ropa que se va a poner, aunque su armario repleto de infinidad de vestidos blancos no le da muchas opciones. La mayoría, desgastados con el tiempo, se han vuelto de un color amarillo pálido. Elige el que parece estar en mejores condiciones.
—Ese poder no existe —inquiere contundente desde el otro lado de la puerta.
Sadira está tan absorta en sus propios pensamientos que no parece prestarle atención.
—¡Pero qué digo! Es mi don ideal. Casi todas las noches sueño con la Tierra, así que me despertaré allí cada mañana al despertar.
Acaba de vestirse y abre la puerta. Marx observa estupefacto su mechón oscurecido. Sadira no hace ningún comentario al respecto, al fin y al cabo no sabe cómo se ha originado. Marx dispone la mano frente a su pecho y cierra el puño, como extrayendo parte de su esencia e intentando percibir qué energía ha desarrollado.
—Tu poder...
—Es ese, ¿a que sí?
Sadira espera ilusionada una respuesta afirmativa. Pero la sonrisa se le borra en cuestión de segundos, cuando el hombre se aparta desconfiado varios metros de ella.
—No es posible... —suelta casi como en un susurro. Sadira frunce el ceño y de su expresión podría deducirse un clarísimo: ¿Mmmm?
Marx emana un gran poder que utiliza para arrojar a Sadira por los aires. Choca contra la pared en un golpe muy sonoro y seguidamente se forman numerosos anillos luminosos que la retienen a ella, suspendida en el aire. Marx no cesa en su furia: le confiere un profundo dolor que acaba por dejarla inconsciente a los pocos segundos.
Por segunda vez en el día, Sadira despierta en un lugar que no reconoce. Intenta moverse pero unas cadenas metálicas le inmovilizan de pies y manos. Da un vistazo a su alrededor: las cadenas le atan a una camilla de piedra, que es el único elemento distinguible de la diminuta habitación. No hay nadie con ella, pero alcanza a escuchar débiles murmullos en lo que parece ser la sala contigua.
Al igual que aprendió a ver sin ojos, trata de escuchar lo que, por la distancia a la que se encuentran, sería físicamente imposible para un ser humano. La situación en la que se encuentra no favorece su concentración, pero no cesa en el intento. Lo acaba logrando aunque de forma distorsionada:
—No podemos contarlo. Cundiría el pánico. Los ángeles oscuros fueron exterminados hace milenios —percibe de una voz de mujer que no reconoce.
¿Ángel oscuro? Escucha ese término por primera vez. Su respiración se acrecienta y sus latidos se disparan.
—Es verdad. Desagámon... —ruido imperceptible—. Diremos que se ha vuelto a escapar. No es un secreto lo mucho que odia el cielo.
Aunque no lo ve, en la otra sala Marx niega con la cabeza:
—No podemos dejar que baje. También sería un peligro para los humanos —esta vez, no puede contener las lágrimas al distinguir esa voz tan sumamente característica.