Los Terrenales

Capítulo 7 - Prueba fehaciente

Sadira se baña en un gran lago de agua ennegrecida. Al principio retrasaba sus duchas lo máximo posible, pero con el paso del tiempo las agradece tanto como si de agua cristalina se tratara. Al fin y al cabo, el color no afecta a sus cualidades purificadoras, aunque sí al hecho de no poder divisar ni su propio cuerpo desde escasos centímetros de la superficie. Dispone la mano en forma de vaso y saca algo de agua al exterior. Después la devuelve en una fina columna. Viéndola así, cayendo poco a poco, no tiene tan mal aspecto: es más bien de un color grisáceo.

El agua se está empezando a quedar tibia y emplea sus poderes de guardiana para calentar de nuevo la zona que frecuenta. Intenta no perturbar más de la necesaria para no molestar a los seres vivos del lugar. Se deja flotar sobre la superficie e intenta poner la mente en blanco. Pero se ve incapaz. Demasiadas cosas en las que pensar.

De un nado ágil se dirige a tierra firme y se sienta sobre la orilla, dejando los pies sumergidos en el agua. Desvía la mirada a su derecha. Su vestido, el único que conserva, está secándose tendido sobre la rama de un árbol cercano. Parece que no ha escogido un buen momento para lavarlo. Aunque ninguno puede ser del todo bueno si es la única pieza de ropa de la que dispone.

Suspira angustiada. Demonios en la zona negra. Ya lo que le faltaba. La oferta de Marx consistía en exiliarse voluntariamente a la zona negra. Y con eso le dio a entender que si lograba sobrevivir en aquel inhóspito territorio nadie la molestaría. ¿Es que acaso se arrepintió de dejarla marchar? Pero lo que más le inquieta es no saber en qué momento se producirá la llegada de los dueños de la oscuridad. Aún no ha decidido como responderá ante ello, pero lo que sí sabe es que defenderá Abali con todo su ser. Es su deber como guardiana: la responsabilidad inherente al cargo. Esconderse no es una opción.

Por una parte se siente afortunada, pues al menos es consciente de que van a ir a por ella. O mejor dicho, a asegurarse de que su cuerpo yace inerte en algún lugar del territorio. Porque siendo sinceros, ese fin consumía casi todas las probabilidades. Solo espera tener tiempo suficiente para que ella y Abali preparen un plan de ataque frente a la invasión.

De pronto escucha un golpe seco a sus espaldas. Se gira presurosa con una piedra a modo de arma, aunque vestida en ropa interior no presenta un aspecto demasiado intimidante. En el suelo yace una bolsa de grandes dimensiones, casi como una maleta de mano. Advierte que una gruesa liana la ha hecho caer.

Regalo.

Aún no se acostumbra a entender el viento.

—¿Como que regalo?

De nada.

Sadira se limita a abrir la bolsa. Su interior la fascina. Está repleta de gran cantidad de prendas de ropa de diversos colores. Aunque son tallas un poco grandes para ella, seguro que les podría dar uso.

—¿De dónde has sacado todo esto?

De fuera.

—¿Del otro lado de la frontera? ¿Es que lo has robado? —aunque quiere parecer molesta no puede evitar sentirse agradecida.

Ellos tienen mucho. Tú nada.

Se imagina por un momento una gruesa liana arrastrando la bolsa por doquier y solo puede rezar porque nadie haya presenciado la escena.

—¿Te ha visto alguien?

No había nadie.

—Son las cinco de tarde. Alguien debía haber. No quiero que corra el rumor de que la zona negra anda por ahí robando a...

No había nadie. Nadie en absoluto. Por eso he salido.

—¿Nadie... nadie? –Sadira no tiene buenas sensaciones.

Estaba tan desierto como aquí dentro.

Recoge una especie de mono negro de la bolsa y se enfunde rápidamente con él.

—Los ángeles solo se encierran en sus casas por dos razones: por miedo a los demonios o por un toque de queda decretado por la corte. Y algo me dice que en esta ocasión se han unido ambas variables.

Sadira hace el gesto de ir a alguna parte pero una liana le agarra del brazo y la detiene.

Yo te esconderé. Conozco lugares a los que ni los Guardianes de la Oscuridad se atreverían a entrar.

—No, Abali. Me conferiste un poder al que venía asignado un deber.

Y una promesa que no podrás cumplir si estás muerta.

—Piénsalo. Esconderme no tendría ningún sentido. Vienen aquí buscando mi cuerpo y volverán si no lo encuentran. Solo retrasaría lo inevitable —Sadira posa su mano sobre la raíz que le sujeta el brazo—. Confía en mí. Tengo un plan.

La liana deshace su agarre y le confiere vía libre para ir a donde quiera que tuviera pensado. Sadira emprende la marcha.

—¿Y no me lo vas a contar?

Se lo detalla a medida que se aleja:

—¿Cúal es la mejor forma de combatir la oscuridad? ¿La luz, verdad? Ojalá hubiera algo semejante a una Fuente de Luz... Oh claro, que sí la hay. No se encuentra en muy buenas condiciones, así que prometo no cogerle demasiada. Solo la suficiente para lanzar un conjuro protector.

Pero está en la Ciudadela.

—Bueno, tú misma has dicho que no hay nadie. Además, estoy segura de que en estos momentos es el lugar en el que menos me esperan.

Sadira recorre rápidamente la zona negra. Los árboles se abren a su paso, el terreno se nivela, las rocas se soterran, el agua se congela. Todo para acelerar su llegada a la frontera. Pero cuando al fin la alcanza los demonios ya están al otro lado, rodeando la muralla de árboles enrevesados. Advierte que hay manera de salir sin ser vista y retrocede unos pasos amedrentada. El plan A queda descartado.

Sus instintos la llevan a alejarse del lugar tan rápido como se había acercado. Sabe que la espesa coraza vegetal que hace de barrera les mantendrá un tiempo ocupados, por no hablar de todo un ecosistema que tendrán en su contra una vez consigan entrar. Las facilidades que a ella le otorga Abali se transformarán en obstáculos inquebrantables para ellos.




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