Los Terrenales

Capítulo 13 - Fuego vs Oscuridad

Sadira aguarda de pie frente a la Sede de los Misioneros. No espera nada en realidad, simplemente el momento en que al fin se sienta mentalizada para entrar. Lleva una bolsa colgada en la cintura donde guarda algunos tesoros que le ha solicitado Marx, aunque presiente que esa no es la principal razón por la que requieren su presencia. Y eso la intranquiliza.

Alza la vista y lee el cartel que han colocado sobre la puerta: prohibido el paso hasta nuevo aviso. Pero ella sabe que no es del todo cierto. Los consejeros han decidido convertir este edificio en el lugar donde entrenar a los ángeles que combatirán en la batalla. Al fin y al cabo, la Sede no podía seguir ejerciendo su función original cuando su principal instructor se ha proclamado como uno de los combatientes. A decir verdad, ¿acaso tenía opción si ese fue el futuro que Turum le mostró a Marx?

Dispone la mano en un puño y alza el brazo para tocar a la puerta, pero con el mínimo contacto se desplaza levemente. Repara en que no estaba cerrada y enfoca la vista a través de la pequeña ranura que se ha formado para tratar de entrever lo que se cuece en su interior. Observa cómo dos voluntarios se enfrentan en un asalto de uno contra uno mientras el resto presencia el espectáculo a su alrededor. Concretamente, cómo Jey, poseedor del poder del fuego, se bate en duelo contra un poseedor del agua. Aunque la lógica le dice que ganará el segundo, resulta siendo al contrario. Después echa un vistazo general al grupo: para ser la élite celestial, fuente de toda esperanza, le parecen bastante inexpertos. Quizá se deba meramente a los nervios del primer día de entrenamiento. Cruza los dedos por ello.

Seguidamente busca a Marx con la mirada. Él es con total seguridad el más poderoso de los voluntarios. Emana casi sin esfuerzo rayos de una luz nívea intensamente resplandeciente que nada –o casi nada– tendría que envidiar a la del mismísimo Dios. A diferencia del resto de ángeles, sus poderes no están asignados a una función específica. Ha alcanzado tal grado de dominio de la Luz que puede destinar sus ataques a cualquier ámbito en el que el Cielo tenga jurisdicción. Eso le ha convertido en el ángel de mayor rango social; en el líder de los Consejeros; a quien recurre la población cuando le surgen problemas que no saben cómo remediar. Evidentemente no es su fuerza lo que le preocupa; en lo que falla es en la ejecución. Los seiscientos años que lleva de existencia le han pasado factura. Sus reflejos se han vuelto lentos y sus movimientos inhábiles. Es la nítida imagen de un poder encadenado, y eso la aterra.

—¿Se puede saber a qué esperas? —escucha la joven a través de la puerta. No logra reconocer la voz, pero sin duda suena con desprecio—. ¡Se nota tu presencia desde aquí!

Atraviesa el umbral sin mayor preámbulo e intenta adoptar una compostura firme y decidida.

—Quería hacerme una idea de lo jodidos que estamos —la joven fija la mirada en cada uno de los presentes, tratando de mostrarse imponente. Abali le enseñó que una apariencia confiada lo es todo en esos casos—. No esperaba que tanto.

Comienza la marcha en dirección hacia Marx para hacerle entrega de todo cuanto le pidió, pero de pronto alguien se interpone en su camino. Es el chico del agua, y probablemente también quien le ha instado a entrar.

—Bueno, para eso estás tú aquí, ¿no? Vienes a ayudarnos. ¡Oh, nuestra salvadora! —dice con sorna.

Sadira frunce el ceño. No sabe cómo reaccionar ante la situación, pero finalmente opta por recurrir a la lógica.

—Mi poder es una copia exacta de lo que os encontraréis en el campo de batalla. Así que sí, ese término me hace bastante justicia.

Sadira entrevé en su mirada una rabia inmensa que no trata de ocultar en sus palabras. Al parecer, su preponderancia no le ha gustado en absoluto. El chico alza los brazos en actitud incrédula.

—¿En serio vamos a dejar que entrene con nosotros? ¿Y si es una infiltrada que le trasmitirá al infierno nuestras debilidades en combate?

La joven sufre especialmente sus acusaciones. No soporta que la gente desconfíe de ella de esa manera, aunque se trate de completos desconocidos. Sirio se encamina hacia ellos a paso firme.

—Ya basta, Artic —alcanza al chico y coloca una mano sobre su hombro. Se nota que se conocen, lo que no es de extrañar siendo el chico probablemente amigo de su hijo—. Pero entiendo tu postura. No tenemos ninguna garantía de que no nos traicionará.

—¿Cómo que no? —Sadira suena realmente afectada—. ¡Me comprometí a cumplir las cláusulas del acuerdo!

—Como si la promesa de un ángel oscuro tuviera algún valor; el juramento de alguien que es lo que es por fallar a la Luz.

A Sadira le invaden unas ganas inmensas de abandonar la habitación. Unas líneas negras comienzan a dibujársele por el cuerpo, fruto de su rabia contenida, pero afortunadamente en ninguna parte visible. No entiende qué hace allí si no están dispuestos a depositar en ella ni un mísero gramo de confianza. Sus pensamientos amenazan con transformarse en hechos y hasta desvía la mirada para ubicar la puerta, pero poco a poco consigue apartar la idea a un rincón de su mente.

—Me habéis llamado y he venido —expone en un tono admirablemente sereno—. Pero os aseguro que estaré encantada de marcharme.

Sirio se le encara hasta tenerla a centímetros, interponiéndose entre ella y Artic. Ella se mantiene firme en su posición.

—Como he dicho, no tenemos ninguna garantía. Excepto una. Una con nombre y apellidos —unos metros más allá, Marx escucha a Sirio con cierta aflicción—. Por alguna razón que escapa a mi comprensión, Sadira siente una gran devoción por nuestro gran amigo Marx. Un afecto que aparentemente ni la oscuridad ha sido capaz de erradicar. Se siente en deuda con él, aunque Marx solo la corresponda con inquina.

Es una visión algo lamentable de la situación, pero tampoco se atreve a contradecirla. Sirio se da la vuelta y se dirige sus palabras a todos los presentes.




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