—Somos mucho más fuertes con la ayuda de nuestras alas. Fortalecen nuestro espíritu; elevan nuestra esencia a un nivel superior. Tu oscuridad sería mucho más poderosa y tú nos serías mucho más útil. Así que dime, ¿has empezado a volar?
Jey y Sadira mantienen sus posiciones en el banco de la Sede de los Misioneros, ahora lugar de entrenamiento, mientras a su alrededor Consejeros y combatientes van y vienen sin desperdiciar un solo segundo.
La joven sabe que le acaba de hacer una pregunta trampa. Pese a no constar en ningún libro de mitología celeste, entre los habitantes del cielo existe una especie de jerarquía que, aunque internamente, es conocida y aceptada por todos. Una realidad silenciosa que apenas nadie se atreve a rebatir. En la base de la pirámide social, rozando lo subterráneo, están los ángeles oscuros. Aquellos considerados mestizos entre la Luz y la Oscuridad, e indignos de ambas fuerzas. A muchos incluso les enfurece que su nombre lleve el término «ángel» delante.
Por encima de los oscuros, y extendiéndose por gran parte de la pirámide, se encuentran los Terrenales. Son el grupo más numeroso pero también el más débil. El pueblo que necesita protección, pero sin el que la población carecería de sentido. La mayoría de los terrenales transcurren su vida en esa franja, sin tratar siquiera de escalar un peldaño más. Un peldaño al alcance de todos pero al mismo tiempo, de muy pocos.
Solo una pequeña fracción de los terrenales llega a convertirse algún día en terrenales alados. Marx pertenece a esa exclusiva minoría de los también llamados ángeles expertos. Son aquellos terrenales que han conseguido desarrollar al máximo su poder y se han convertido en uno con él. Este gran nivel de compenetración con la esencia que desprenden es lo que les otorga esa capacidad que muchos ángeles anhelan y que tanto les caracteriza pero que, con el cielo en decadencia y habiendo perdido muchos de sus principios, muy pocos llegan a alcanzar: el vuelo.
Los Etéreos se sitúan por encima de los terrenales alados. No dependen de unas frágiles alas para desplazarse porque tampoco tienen un cuerpo material que transportar. Entre muy pocos abarcan un poder extremadamente grandioso, que destinan únicamente a los humanos. En la cima de la pirámide está Dios, el ángel etéreo por excelencia, aunque eso ya es otra historia.
A lo que la mente de Sadira quería llegar, es que oscuros y alados son dos categorías que jamás se han entrecruzado, que ni se han rozado siquiera. Porque si hay algo seguro de lo que cuentan los libros sobre los ángeles oscuros, es que ninguno fue jamás capaz de extraer sus alas. La oscuridad nunca fue su esencia original, lo que de algún modo les impedía conectar realmente con ella. Su incapacidad para volar fue sin duda una gran ventaja para los terrenales el día que decretaron su completa aniquilación. No quedó ni uno, y así fue durante siglos hasta la llegada de Sadira.
—¿Has podido extraer tus alas o no? –vuelve a preguntar, esta vez más enfático.
—Puede —se limita a decir.
—¿Sí o no? —evidentemente su respuesta no ha satisfecho al chico.
Un oscuro alado sería lo nunca visto. Y la chica no sabría decidir si para bien o para mal. Si los ángeles ya temen de por sí a los de su especie, no quiere ni imaginarse cómo reaccionarían ante la presencia de uno alado, con todas sus cualidades potenciadas. Pero también es cierto que toda esa energía podría resultar muy provechosa para el Cielo, especialmente durante los entrenamientos, siempre y cuando estuviese bajo control.
—Sí pero no. No puedo usarlas a conveniencia, si es lo que te preguntas. Solo salieron una vez y ni siquiera fue porque yo lo ordenara. Así que sí, las extraje en una ocasión; pero no, no puedo volar.
—¿Cómo es eso posible? ¿Por qué salieron entonces?
Sadira suelta un suspiro. Sabe que el chico no podrá entender el porqué si no viene precedido por una larga descripción de lo que aconteció aquel día, y que no está muy dispuesta a relatar. Pero solo por el interés que está mostrando por ella, aunque sea con segundas intenciones, merece algo más de información.
—Soy la guardiana de la zona negra, es cierto. Pero me llevó bastante tiempo llegar a conocer cada una de las especies de flora y fauna que habitan en el territorio. Al principio todo era nuevo para mí... —hace una pequeña pausa y decide darle otro rumbo a la explicación–. ¿Conoces la planta Pyravicium? ¿O mejor dicho, los efectos que provoca la fragancia de sus flores?
—Pues claro —responde casi sin pensar—. Está catalogada como una de las más peligrosas. Provoca ceguera, en el mejor de los casos. A veces incluso se combina con alucinaciones.
La joven asiente algo avergonzada. Ojalá ella hubiera dispuesto de esa información en su momento.
—Digamos que comencé a huir de una bestia imaginaria. Abali intentó frenarme en varias ocasiones, pero el terror que me invadía no daba lugar a entendimientos. En mi defensa diré que ese mons...
—¿Abali? ¿Quién es Abali? —el chico le interrumpe visiblemente confundido—. No sabía que viviera alguien más en la zona negra.
—Abali es la propia zona negra —le informa, y pronto recuerda que nunca mencionó su apodo en presencia de ángeles. Solo de Helia, el demonio que la visitó.
—¿Es que acaso la has bautizado? —suelta tras una risa incrédula.
—Bueno, alguien tenía que hacerlo —en el fondo, Sadira agradece que la conversación se haya desviado totalmente del asunto de sus alas.
—Ya se le asignó el nombre de «la zona negra» en su momento.
—Pues quizá por eso nunca tuvo un guardián. Porque nadie se interesó lo más mínimo por ella.
—¿Es que acaso te eligió como su guardiana por ponerle un nombre más... digno?
—Pues claro que no. Fue por algo mucho más especial.
—¿Por qué?
Aunque le cueste aceptarlo, Sadira es consciente de que una vez concluida la batalla, sus posibilidades de continuar en la Ciudadela se verán drásticamente reducidas. Sea lo que sea que ha ido a hacer, no puede esperar. Su primera misión –acercarse a Marx para restablecer su confianza– ya está encauzada, de modo que ahora es turno de la segunda.