Los Terrenales

Capítulo 18 - Mismas ambiciones

Aunque la cama donde descansa ahora es infinidad de veces más cómoda que el montón de paja que acostumbra a utilizar, le cuesta también una infinidad más de tiempo conciliar el sueño en ella. Esa casa, esa habitación, fue su refugio durante muchos años. Exactamente durante el tiempo que decidió habitarla por propia voluntad y no por pura imposición. Sadira se cubre con la manta hasta las orejas e intenta recuperar algún instante del pasado en que aquellas cuatro paredes conseguían transmitirle seguridad. Aunque no son pocos, o están relacionados con Marx o fue él mismo quien los propició, lo que no agradece en absoluto.

Decide trasladar su mente a su refugio actual, aquel ubicado a kilómetros de allí y defendido por una especie de espíritu que aguarda impaciente su regreso. La calma no tarda en acogerla, pero tan pronto como llega se ve obligada a retirarse, porque la cinta que envuelve su cuello le obliga a deshacerse de toda imagen que se forma en su cabeza del lugar que tanto añora.

Para su desgracia, acaba de descubrir que no son solo hechos lo que juzga el conjuro, también los pensamientos. Toda idea que pueda interpretarse como un desafío a las cláusulas del acuerdo se traduce en una reprimenda para ella. Acciones tan banales como rememorar un suceso allí vivido o imaginarse recorriendo su vegetación impenetrable son entendidas por la cinta como símbolos de rebeldía. No importa lo fugaces que sean esos pensamientos o la razón por la que los esté invocando, que no es otra que evadirse de la realidad. Para el conjuro, pensar en la Zona Negra supone automáticamente la indudable intención de abandonar la Ciudadela. Y claro que eso no lo puede permitir.

Pero lo que Sadira no está dispuesta a tolerar es que se excedan unos límites infranqueables. Aquel pacto implicaba obedecer una serie de reglas, y en lo que a ella respecta no está infringiendo ninguna. Tenía asumido que no iba a poder dormir la primera noche, pero no piensa consentir que sea esa cinta la razón de su vigilia. Cuando el próximo recuerdo azota su consciencia y un nuevo calambre le recorre la columna, la última pizca de su paciencia termina por consumirse. Echa las sábanas a un lado, se pone en pie de un salto e irrumpe en la habitación de Jey con una expresión enrabiada que no intenta disfrazar. El chico le dirige la mirada con el ceño fruncido y deja el libro que sostenía sobre la mesita de noche de su derecha.

—¿Tú has oído eso que dicen de que la culpa no está en el pensamiento sino en el consentimiento? —Sadira cierra la puerta de un portazo solo para reflejar su ira en el estruendo.

—Sí, ¿y? —su voz suena adormilada y sin ápice de molestia alguna.

—Pues que la maldita cinta me está martirizando por imaginarme en libertad.

Jey se levanta algo desconcertado y, tras alcanzar a la chica, cruza la mano por debajo de su pelo para tirar de uno de los extremos que adornan el lazo. En esta ocasión no retorna a su estado original una vez deshecho, con lo que el vínculo se desactiva momentáneamente.

—Le diré a Linka que le haga unos arreglos al conjuro.

—Bien. Es lo menos que puedes hacer —en su cabeza sonaba casi como un «gracias»—. Y asegúrate también de que deje un tiempo de reacción y no se ensañe a la mínima. Parece que hasta lo disfruta.

Jey asiente, recula unos pasos y toma asiento sobre la cama de detrás.

—Deberías dormir algo. Deberíamos... —se corrige. Suelta un bostezo—. Mañana nos espera un día largo.

Ahora es Sadira quien frunce el ceño.

—¿Qué vamos a hacer?

—Cruzaremos la Zona Negra. Tu ayuda nos será muy útil. Se tarda semanas en bordearla y, según mis cálculos, atravesándola llegaremos al otro lado en un par de días.

—Pensaba que no había nada de interés más allá de la Zona Negra.

—El interés es muy relativo. Todos los lugares a un radio de más de veinte kilómetros desde la Ciudadela dejaron de importar a medida que los Terrenales perdían su capacidad para volar. En cuanto dejaban de ser accesibles ni merecían su atención ni suscitaban la más mínima curiosidad.

A decir verdad, los antiguos Terrenales dejaban bastante que desear. ¿Para qué iban a invertir sus esfuerzos en conservar parte de su legado cuando podían simplemente renegar de su existencia? Los «antiguos Terrenales»... como si la población actual fuese diferente. Jey continúa su explicación:

—Pero lo realmente especial se esconde ahí fuera, en la lejanía, mucho más allá de nuestra zona de confort.

—¿Es que vamos a visitar algún lugar oculto? ¿Prohibido? ¿Inexplorado? ¿Tal vez custodiado por un Etéreo, como el Templo Premonición? —la frustración que había estado acumulando se transforma en entusiasmo a los pocos segundos.

—Nada de eso. De hecho, nuestro destino es un lugar de lo más tranquilo. Allí a donde nos dirigimos la magia de los ángeles se inhibe, al igual que el resto de nuestras capacidades sobrehumanas. No se sabe con exactitud qué fenómeno lo causa, pero la cuestión es que ese territorio nos convierte prácticamente en...

—Humanos —obvia—. ¿Por qué querría un ángel sentirse humano? Con lo que se enorgullecen de su especie...

—No un ángel corriente: un Misionero. Si van a bajar a la Tierra para ayudar a los humanos, el primer paso es entenderlos, ponerse en su lugar... rebajarse si es preciso. Es un método más de entrenamiento: allí trabajamos la empatía.

—Es decir... que vamos a llevar a tu clase de excursión.

—Hubo un tiempo en que también era tu clase, ¿recuerdas? —claro que lo hace, hasta echa de menos esa época en que su relación era de alumna-instructor y no de siervo-señor—. Aunque claro que todos tus compañeros completaron su formación hace milenios —la astilla clavada en su pecho por su sueño insatisfecho se adentra unos milímetros más.

—Quién quiere una insignia de Misionero teniendo un bonito par de alas... —masculla por lo bajo.




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