Los Terrenales

Capítulo 20 - Recuerdos perdidos

La estirpe de las sirenas se extinguió en extrañas circunstancias varios siglos atrás. Su poblado estaba situado en algún punto perdido de lo que hoy en día se conoce como la Zona Negra. No se sabe con exactitud si llegaron a presenciar cómo la oscuridad se apoderaba de su tan preciado hogar, pues aunque el origen de la Zona Negra es preciso, la fecha de la desaparición de los ángeles acuáticos es todavía inconclusa. Pero eso no es de extrañar si tenemos en cuenta el gran misterio que envuelve el caso: hasta las propias circunstancias de su muerte quedan aún por determinar.

Las sirenas han llegado a nuestra época como un mero mito, como una leyenda deshonrada por sus congéneres terrenales con el asentado veredicto de «huyeron del Cielo y se extinguieron en la Tierra». Pero lo cierto es que no existen registros fiables de lo acontecido, y mucho menos pruebas suficientes para afirmar tal cosa.

Los restos de su legado se olvidaron con el tiempo y actualmente se desconoce el paradero de lo que solía ser su aldea. Su hogar quedó relegado a las tinieblas, y ellas, al olvido. No sé qué destino es peor. Pero de alguna forma han vuelto a la vida, porque una parte de sus recuerdos viven en mí ahora. He sido testigo de un instante de sus memorias. Durante un pequeño lapso de tiempo pude apreciar la particular belleza de su especie y las increíbles relaciones que establecían con el entorno que las rodeaba. Eran seres de una luz pura y cristalina que despedían la energía propia de un mar embravecido y la armonía característica de un océano en calma. Una luz que se apagó quién sabe cuándo y quién sabe cómo. Quién sabe por qué.

El final de su paso por la historia está plagado de muchas dudas, secretos e incertidumbre, y yo, como la Guardiana de la Zona Negra y del lugar que una vez las acogió, me veo en la obligación de esclarecer los hechos que condujeron a su inexistencia.

Sadira repasa el escrito satisfecha y le da la aprobación final. Después, anota el título de su tercera investigación: «¿Qué pasó con las sirenas?», no menos importante que ninguna de las anteriores: «Restauración de la Zona Negra» y «Estabilización de la Fuente de Luz».

Cierra el cuaderno y lo abraza con cuidado entre sus cuatro extremidades. Cualquier movimiento en falso echaría a perder todo su trabajo, porque de caérsele, la libreta acabaría en el agua. Está sentada en el mismo peñasco sobre el que posaba la sirena de la diadema en aquella extraña visión, aislada por el mar a unos diez metros de la orilla. Aunque eso de "misma roca" es bastante cuestionable, porque está tan cambiada que al principio le ha sido complicado identificarla. El oleaje la ha ido erosionando y alterando con el paso de los años, restándole más y más extensión y volviéndola un cuarto de su tamaño original. Si no le falla la memoria, en aquella época podría acoger fácilmente a tres sirenas, mientras que ahora a duras penas sirve para sostenerla a ella.

Los pocos minutos que ha conciliado el sueño lo ha hecho ahí subida, con el cuerpo recogido y recibiendo una salpicadura tras otra. Se dirigió hacia el diminuto risco cuando ya todos dormían con la esperanza de que, tal vez de esa forma, experimentaría otro de esos recuerdos remotos. Pero los minutos transcurrían sin cesar y ella se mantenía en el mismo punto exacto del espacio-tiempo, en la época a la que pertenece por los azares del destino. Con el amanecer a la vuelta de la esquina, ya le resulta más que evidente que el único objeto capaz de evocar tales visiones ha quedado hecho añicos. Le hierve la sangre cada vez que lo recuerda. Mientras el mar se llevaba los restos de la corona, arrastraba también la única posibilidad que ha existido jamás de revivir episodios de una especie extinta. Jey no hizo ningún comentario sobre lo ocurrido con la diadema, pero ella sabe que presenció exactamente lo mismo. Lo vio ahí, a su lado, mientras las criaturas marinas los obsequiaban con sus nados y cantos.

El resto del grupo ha sido más inteligente y ha pasado la noche en la orilla, y ahora que los primeros rayos del sol comienzan a percibirse en las profundidades de la Zona Negra, es momento de que se levanten. La apelmazada coraza que cubre el territorio procura abrirse y aclararse, y la oscuridad que ha imperado durante la noche trata de retirarse para brindar unas horas de tregua. Sadira echa la vista atrás desde su pedrusco y observa unos instantes al grupo. Para ser un lugar tan «temiblemente espeluznante», como ellos suelen referirse a Abali, están durmiendo la mar de plácidos.

—¡Id despertando, que ya es de día!

En la orilla, Lumi se levanta con ímpetu y busca a Sadira con la mirada. Al parecer ya había alguien despierto. La chica enfoca la vista para intentar situar a la Guardiana y, tras ubicarla mar adentro, la saluda confundida desde la lejanía. Piensa en preguntarle el porqué del lugar escogido para pasar la noche pero a la distancia a la que se encuentran sabe que entablarían una conversación a gritos que espabilaría al grupo de la peor forma posible. Y precisamente ella conoce la técnica perfecta para despertar a la gente.

La terrenal con el don de la sanación lanza una especie de burbuja rosada que parece avivar los ánimos de los presentes. Sadira pagaría por deleitarse con sus efectos, pero debe contentarse con imaginarse envuelta de una agradable sensación de buenas energías. Ese poder consigue estimular y colmar de positivismo a todo ser viviente en un radio de cinco metros, con lo que el grupo al completo comienza a prepararse animadamente para afrontar el día.

La primera mueca que efectúa el rostro de Jey al abrir los ojos es una amplia sonrisa. Pero no una inocente, y no a raíz de la esencia complaciente. Una sonrisa pícara, de maldad, de diversión, fruto de la escena que tiene en frente. Sadira continúa contemplando cómo Lumelia ameniza la mañana y no ha reparado en que una ola de varios metros de altura se avecina frenética hacia su porción de tierra emergida.




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