Yara se volvió hacia Kael y Mael, extrayendo de su cinturón tres pequeñas esferas de cristal, del tamaño de un fruto seco. Dentro, una sustancia azulada giraba lentamente como humo líquido.
—Tómenlas —ordenó, entregando una a cada uno—. Son Alveus. Creaciones de los Maestros de Materia y los Regentes del Abismo juntos.
Kael la sostuvo con recelo.
—¿Qué hacen exactamente?
—Permiten respirar bajo el agua. Y equilibran la presión. Sin ellas, nuestros pulmones estallarían antes de llegar a Vaelora —explicó Yara, con impaciencia—. No las pierdan, o será lo último que hagan.
Mael se pasó la lengua por los labios.
—¿Cómo se usan?
—Rómpanlas en la boca. El líquido se mezclará con su sangre y generará una burbuja de aire en torno a sus vías respiratorias. Dura unas horas.
Kael tragó saliva. Miró la esfera, tembloroso. Finalmente asintió.
—Está bien. Vamos.
Entonces, uno a uno, rompieron las esferas entre sus dientes. El líquido frío se deslizó por sus gargantas, llenándolos de un cosquilleo helado. Kael sintió como si algo invisible le envolviera el pecho y los oídos, haciéndole más fácil respirar.
Yara se adelantó, abriendo un estrecho pasaje entre rocas. Una abertura se perdía bajo el agua, palpitando con luz azulada.
—Es ahora o nunca.
Uno a uno, se sumergieron. El agua los envolvió como seda helada. Kael contuvo el aliento, sintiendo la presión aumentar sobre su pecho, pero el efecto del Alveus se activó al instante. Un velo invisible cubrió su rostro y garganta, permitiéndole respirar con normalidad, como si el agua misma le permitiera vivir dentro de ella.
A su alrededor, corales brillaban en rojos y violetas, mientras cardúmenes de peces luminiscentes huían a su paso, dejando estelas de luz que parecían fuego líquido.
Mael lo tomó del brazo, guiándolo. Bajo el agua, sus ojos parecían aún más oscuros, casi felinos. Yara nadaba delante, su silueta moviéndose con fluidez, como si el mar la reconociera.
Atravesaron túneles sinuosos donde esculturas de coral parecían observarlos. Algunas tenían forma humana, otras imitaban criaturas extintas. Una, en particular, representaba a una figura encapuchada con los brazos extendidos… y ojos tallados con perlas negras.
—¿Quién es esa figura? —preguntó Kael, su voz proyectándose como un pensamiento en el agua, gracias al vínculo del Alveus.
Mael respondió con un susurro mental.
—Se le llama El Silente. Un vigilante de los abismos. Nadie sabe si alguna vez fue real... o si sigue ahí abajo.
Más adelante, los túneles se estrecharon. El agua se volvió más turbia, con partículas flotantes que se adherían a sus ropas como polvo antiguo.
De repente, una sombra enorme cruzó por encima de ellos. Una criatura gigantesca, como un cruce entre anguila y leviatán, con decenas de ojos distribuidos en su cuerpo transparente. Kael se quedó paralizado.
Yara extendió una mano, haciendo una señal para no moverse. La bestia pasó lentamente, emitiendo un pulso grave, casi como una nota musical que resonó en sus huesos.
—Eso fue… —murmuró Kael.
—Una Oculora —respondió Mael—. Ve a través del alma. Si hubiéramos tenido miedo... nos habría seguido hasta el fin del océano.
El grupo continuó descendiendo. La oscuridad aumentaba, pero el camino estaba iluminado por hongos marinos que crecían como raíces incandescentes. Uno de ellos tocó a Kael al pasar, y por un instante, vio un destello en su mente: una visión fugaz de Vaelora ardiendo, cubierta por aguas teñidas de rojo.
—¡Agh! —se quejó, llevándose la mano a la sien.
Mael lo sostuvo.
—Algunos de estos hongos… muestran fragmentos del futuro. O del pasado. Depende de lo que quieras… o de lo que temas.
Kael tragó saliva.
—Esto es más que un viaje. Es una prueba.
Pasaron junto a un altar cubierto de conchas negras. Sobre él, flotaba una piedra transparente que giraba lentamente en el agua. Dentro de ella, un símbolo: tres círculos entrelazados por una espiral.
—Es el emblema de los Regentes del Abismo —susurró Yara—. Ellos vigilan cada entrada. Y cada viajero.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, emergieron en una cámara burbuja, rodeados de muros de cristal. La gravedad volvió a asentarse suavemente sobre sus cuerpos. Más allá, un túnel seco conducía a la ciudad.
Kael contuvo el aliento cuando avanzaron y salieron al otro lado.
Vaelora se extendía ante ellos, colosal, bajo cúpulas cristalinas que dejaban ver las aguas superiores. Corales gigantes subían por las paredes, iluminados con luces danzantes. Puentes de vidrio conectaban torres como espirales de concha. Criaturas marinas enormes nadaban sobre las cúpulas, proyectando sombras que ondulaban como fantasmas.
Kael exhaló, maravillado.
—Es… hermoso.
Yara lo miró de reojo.
—Y mortal. Aquí todo parece bello… hasta que decides mirar debajo de la superficie.
Gente con ropajes fluidos caminaba por las pasarelas. Algunos tenían tatuajes luminosos que se encendían con cada paso. Otros llevaban máscaras de nácar que les cubrían medio rostro.
Mientras avanzaban, un grupo de soldados en armaduras de escamas azul oscuro les bloqueó el paso. El que parecía el líder, un hombre de rasgos afilados y ojos negros, los inspeccionó.
—Nadie entra a Vaelora sin dar su nombre y su propósito.
Mael adelantó un paso.
—Venimos en busca de respuestas. Y no queremos problemas.
—Aquí todo es un problema —replicó el soldado, entrecerrando los ojos—. Sobre todo si traen energía extraña consigo.
El soldado miró fijamente a Kael.
—¿Quién es él?
Kael tragó saliva. Antes de poder responder, Yara intercedió:
—Es un erudito de Argentalia. Viene a estudiar los corales vivos.
Los soldados se miraron entre sí, recelosos. Finalmente, el líder se apartó.
—Vigilen sus pasos. Vaelora no perdona secretos.