Tardó más en enfriarse la taza de café que el cuerpo del hombre. Al lado del recipiente de porcelana quedó la mano extendida y la cabeza apoyada en la mesa del ex soldado, que sobrevivió a la guerra pero no a la fatídica epidemia humana.
Por la puerta abierta entraron unos gatos salvajes que habían bajado de la montaña; con la reducción de la población humana era cada vez más fácil encontrar linces, pumas y osos deambulando por las calles y entrando libremente a las casas. Éste se estaba convirtiendo, segundo a segundo, de nuevo en su mundo, en su campo de dominio donde no tendrían que compartir el terreno con otros que no fueran animales salvajes. Los humanos se estaban retirando a la fuerza.
A la señora Elsa la atacó un puma, que se metió a su recámara luego que su esposo cayera muerto en el pórtico, víctima del virus, y por tanto no cerrara la puerta.
A la Dra. Estefanía esta muerte le cayó como bomba, si como bomba se entiende la continuación de noticias desagradables. No porque conociera a Elsa, o siquiera le interesara su vida (por más frágil que se volviera la población humana, Estefanía seguía siendo emocionalmente ajena a los extraños), si no porque el que no tuviera el virus la hacía una de sus últimas esperanzas de hallar una cura al mal que había diezmado a la humanidad.
Estefanía no supo si reír aliviada o llorar desconsolada cuando descubrió, por medio de una autopsia rudimentaria practicada en la cocina de Elsa, que de cualquiera manera el cuerpo ya estaba contaminado. Al igual que todos los demás.
Quizá al igual que ella misma.
Pero había analizado una y otra vez su sangre, había revisado, diseccionado y estudiado cuidadosamente su propio organismo en busca de rastros de la enfermedad, y no había encontrado ninguno.
Luego había tratado de encontrar qué la hacía inmune a la enfermedad. De nuevo, había sido en vano. Si había algún misterio que la volviera diferente a todos los enfermos, entonces las pistas para descubrirlo sabían muy bien cómo esconderse dentro de su cuerpo, bailando entre su sangre con tanta delicadeza que no era capaz de encontrarlas.
No le sorprendía la astucia de su inmunidad; la enfermedad misma había mostrado ser más astuta que todas las grandes mentes humanas cuando atacó sin previo aviso, distrayendo primero a sus víctimas con un suceso singular:
Dos años atrás, en un día que comenzó siendo de lo más normal, un gorila espalda plateada levantó las patas delanteras y comenzó a caminar erguido, como lo haría cualquier hombre. Sus compañeros, que al inicio de esta inusual actividad permanecían quietos e indiferentes, pronto siguieron su ejemplo: se levantaron, recorrieron el espacio en el que estaban a dos patas y, al parecer de los investigadores, mostraron una inquietante necesidad por salir de ese espacio reducido, necesidad traducida en ataques a los cuidadores, conatos de fuga y, en una ocasión televisada para la nación, un intento grupal de derribar las paredes que los enclaustraban.
Es necesario entender una cosa: éstos eran gorilas criados en cautiverio, nacidos y crecidos en ese zoológico que consideraban su hogar, que no tenían conciencia alguna del mundo exterior, y nunca antes había dado seña de querer descubrirlo.
De un día para otro, estos animales se habían puesto en pie, habían comprendido que estaban en cautiverio, y habían organizado un plan para salir de ahí en grupo. En resumen, habían dado un salto evolutivo, que por lo general tomaría siglos, en tan sólo 24 horas.
El caso pasó de fascinante a preocupante cuando el comportamiento se reprodujo en un par de zoológicos más; luego en decenas; luego en cientos. Después, en otros animales. Pero no en los humanos.
La Dra. Estefanía trabajaba como investigadora para una empresa farmacéutica cuando supo del primer hombre muerto. Era uno de sus colegas. Telefoneó a Eduardo y le avisó que esa noche no llegaría a casa temprano, puesto que iría a presentar sus condolencias a la familia del difunto.
Se metió al carro, encendió el motor y enfiló hacia la funeraria, cuidándose de poner su peor cara para que los familiares creyeran en su tristeza; no era que Estefanía tuviera sequía de emociones, sino que veía al mundo de manera calculadora: todo tenía un orden, un sistema y un conjunto de reglas a seguir. La ida a la funeraria equivalía a ir a mostrar cara llorosa que, natural o no, era bienvenida como muestra de educación. En el mundo, la muerte equivalía a enfrentarse a un fracaso, a un final, a un callejón sin salida, y era ésa la peor desgracia de todas. Morir era terminar, nunca continuar.
Cuando el semáforo se puso en verde, Estefanía no aceleró, sino que contó 1, 2, 3; ése era un truco que le había enseñado Eduardo para evitar choques en semáforos y que también, aunque no le gustaba admitirlo, la había salvado de varios accidentes.
Estefanía contó 1, 2, 3. Pero al término de este hábito mental, fue incapaz de moverse. Lo que había frente a ella le impedía hacer cualquier cosa que no fuera recordar los pasos a seguir en casos de emergencia que había aprendido en la escuela de medicina, y que tanto tendría que utilizar en los días, semanas y meses a seguir.
Un segundo antes que el semáforo se pusiera en verde, un hombre rezagado empezó a atravesar la calle de una manera poco común: doblaba la cintura hacia la derecha, al parece presa de un fuerte dolor abdominal, y en sus brazos sobresalían manchas púrpuras que se extendían e inflamaban como ampollas gigantes. Por si eso no fuera suficiente, caminaba con lentitud y, a juzgar por el movimiento de su pecho, la respiración se le dificultaba a pesar de que iba a paso lento.
Tales características en conjunto podrían haber asustado a cualquier otro, pero no a Estefanía. Era una doctora habituada a los virus, los enfermos y los síntomas. Frente a sus ojos habían desfilado infinidad de pacientes cuyos cuerpos estaban invadidos por cosas más espantosas que círculos púrpuras que hacían pliegues en la piel. No señor, ese hombre no tenía porque ser diferente que todos los demás.