Lucía

Parte II

Las tardes desde que Lucía se había vuelto mi amiga eran iguales. Nada cambió luego de la discusión.

En la tarde la encontré juntando flores en el mismo lugar donde nos encontrábamos siempre, donde la mariposa yacía muerta bajo tierra y donde me había invitado a su casa.

—Perdón por lo de ayer —dijo, tendiendo su mano para que contara los dientes de león que había juntado.

Sacudí la cabeza. Había pasado el resto del día desde que había dejado su casa pensando en ello. Mi mamá siempre decía que tenía una imaginación vívida, por lo que traté de convencerme que los golpes en la puerta del ropero eran confirmación de sus palabras.

—¿Estás segura que estábamos solas? —pregunté. Lucía respondió con un movimiento de cabeza—. Pero, ¿vos escuchaste los golpes?

—Estábamos solas. Pudo haber sido cualquier cosa.

En ese entonces, no me di cuenta que no había respondido a mi pregunta. O tal vez sí, pero no importaba. Porque parte de mí, sentía curiosidad por volver a ese lugar.

—¿Están tus papás hoy?

—¿En casa? No. ¿Querés venir?

Asentí, mostrándole las flores que había juntado.

—Creí que no ibas a querer venir —dijo Lucía—. Podemos intentarlo otra vez. Te prometo que ese ropero es increíble.

Sin más palabras, la seguí hasta su casa. Irrumpimos en el silencio y nos dirigimos escaleras arriba hacia su cuarto. Estaba intacto, como el día anterior. Las mismas sábanas rosadas estiradas sobre el colchón, las muñecas y la casa sin mover un centímetro y el ropero esperando por nuestra visita.

—Lucía —llamé cuando abrió la puerta del ropero. Ella me miró. Los mismos colores de ropa colgaban en él, el blanco como el vestido que estaba usando, predominaba—. ¿Es seguro?

—Lo único que necesitás es tu imaginación.

Entró primero al ropero y yo la seguí. Esta vez, no me asusté cuando nos inundamos en la oscuridad absoluta.

—Cerrá los ojos —pidió Lucía—. E imaginá que estás en otro lugar. Uno en donde sos feliz con la gente que querés. En ese lugar donde la maldad no existe.

Toc toc toc

Abrí los ojos, aún sumidas en la oscuridad absoluta, estiré la mano hacia la puerta, pero Lucía la sostuvo antes de que pudiera abrirla.

—Todavía no —susurró—. Todavía estás en el lugar de tus sueños.

—Esos golpes no vienen de mi imaginación.

—No grités.

—No estoy gritando.

Abrí la puerta. La luz del sol iluminaba la habitación desierta. No había nadie allí.

—¿Qué son esos golpes, Lucía? —pregunté, saliendo del ropero para cerciorarme de que estuviéramos solas. En efecto, lo estábamos.

—Todavía no sé.

—Entonces sí son reales —señalé. Sentía el latido de mi corazón—. ¿Por qué no querés que abra la puerta? ¿Tenés miedo?

No hacía falta que respondiera. Sabía la respuesta, porque yo también lo sentía.

—Volvamos al ropero y abramos la puerta en cuanto golpeen.

—No funciona así.

—¿Y cómo funciona?

—Mañana. A esta misma hora.

 

Al día siguiente estaba preparada. Aunque el plan era simple, lo repetí en mi cabeza durante toda la noche.

Entrar en el ropero. Cerrar la puerta. Oír los golpes. Abrir la puerta.

Esta vez, Lucía no me detendría. Esta vez, averiguaríamos lo que ocurría del otro lado.

Aquella tarde no juntamos dientes de león, tampoco nos reunimos donde la mariposa yacía bajo tierra. Lucía me esperó en la puerta de su casa, y ambas subimos al cuarto sin emitir palabra.

Primero ingresó ella, y yo la seguí. Cerró la puerta y, por varios segundos, lo único que se escuchó fueron nuestras respiraciones.

—Cerrá los ojos —pidió Lucía. Me costó hacerlo—. Imaginá que estás en otro lugar. En uno mejor con la gente que te quiere.

Estaba en mi casa. En un atardecer de verano sentada en el pasto del jardín mientras mi mamá se ocupaba de sus plantas y mi papá la ayudaba. Era uno de mis momentos favoritos del día.

—Estás con tu mamá y tu papá —continuó Lucía. Noté que esto no había sido parte de discursos anteriores—. Pasás tiempo con ellos. Te quieren. Se quieren. No le envidiás nada a nadie; porque tenés todo para ser feliz. No abras los ojos todavía —pidió—. En el mundo donde estás, no existe la competencia y el cariño es para todos por igual. No existe la maldad.

Toc toc toc

Abrí los ojos y estiré la mano hasta la puerta. Esta vez, Lucía no me detuvo. Sentí el sudor en mi nuca. Tomé aire y abrí la puerta.

Me encontré con el cuarto de Lucía hecho un desastre. Las sábanas rosas revueltas en la cama, varias muñecas y la casa tiradas en el suelo. Ante mí, un camino de pintura roja trazaba el suelo de madera. Desconozco cómo entendí en ese entonces que se trataba de sangre. Tal vez era el color rojo que nunca había visto, el olor que me causó náuseas o el sonido de mis zapatos al pisarlo.

Seguí el camino rojizo hasta ropero abierto. Delante de este, el charco de sangre más grande de toda la habitación y un cuchillo manchado al lado.

—Supongo que se arrepintió después de hacerlo.

Levanté la mirada. A mi lado estaba Lucía, con su vestido blanco ensangrentado.

—Yo también abrí la puerta a la tercera vez —explicó. Su mirada puesta en el charco. Mis piernas se movieron despacio en dirección a la puerta—. Perdí el juego —levantando la cabeza, buscándome.

Fallé dos veces en tomar el pomo de la puerta y salir al pasillo, encontrándome con manchas de sangre en las paredes.

Bajé las escaleras corriendo y tropecé en el último escalón. Salí de la casa sin mirar atrás y no paré hasta que llegué a la mía. Tuve suerte de que mi papá estuviera esperándome. Se asustó cuando vio la herida en mi pierna y creyó que lloraba por el dolor; pero en realidad lloraba por todo lo que había visto en aquella casa.

 

Guardo las fotos en la caja de bijouterie de mi mamá.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.