En una era anterior al tiempo, cuando todavía nada de lo que existe hoy día había sido creado, ya existía el trono, el poderoso trono de Dios; un sitio glorioso y sublime, ubicado sobre una hermosa plataforma hecha de azul zafiro, con cimientos forjados en doce piedras preciosas y siete columnas hechas de deslumbrante oro cristalino y flamígeros capiteles.
Alrededor y por encima de aquel portentoso trono, un arco iris de aspecto semejante a la esmeralda, ha brillado durante la eternidad por encima de las múltiples descargas de relámpagos, voces y truenos que salen de él.
Allí, en ese magnífico y temible lugar, tres seres se dieron cita; eran tres entidades inmateriales, tres seres distintos, separados y eternos pero constituidos de la misma esencia, de la misma naturaleza, con la misma unicidad, una unidad en amor, armonía de pensamiento, propósito y carácter.
Presidiendo aquel concilio, tomó asiento Dios el Padre, el Todopoderoso, el Rey de toda Gloria, el Sempiterno y, a su diestra su ubicó el Príncipe: la Imagen de Dios, el retrato de su grandeza y majestad, el resplandor de su gloria, el Verbo, la Palabra de Dios, el pensamiento Divino hecho audible. Y, por último, aquel que está presente en cada rincón del cosmos al mismo tiempo, llevando servicial y humilde la luz del trono a cada sitio, el Divino espíritu de vida y de verdad, el testigo fiel y verdadero, el Santo Espíritu de Dios, hizo acto de presencia para ratificar dicha reunión.
En aquel encuentro, el concilio celestial miró con escrutinio hacia el futuro infinito, como éste si se tratara de sólo un instante pasajero, trazaron sus designios, desarrollaron sus planes y diseñaron millones de mundos e igual número de razas para habitarlos.
Todos tendrían libertad y equidad, serían soberanos en sus planetas y podrían tomar sus propias decisiones, aunque... de cuando en cuando, tendrían que rendir cuentas al Concilio, ante aquellos que los habían creado. Por ello, el Padre formuló una serie de Leyes que permitirían la convivencia armoniosa, libre y civilizada, una ley basada enteramente en el amor, una ley que convirtiera en inexcusable cualquier acto de injusticia y la grabó al pie del monte, sobre el zafiro del trono.
‒Todopoderoso, si hemos de crear diversos seres vivientes, cada uno con distintas capacidades e intuiciones, apelo a que nunca llamemos a la vida a una creatura con conocimiento previo acerca de nosotros‒
‒Concuerdo con el Santo Espíritu, Padre. Nuestra existencia debe quedar tras un delgado velo, a fin de invitar a las creaturas a tomar la decisión de descorrerlo y comenzar a relacionarse con nosotros... con la Deidad. Propongo que si les daremos una ley de amor, también se les dote de libre manejo de conciencia, de libre albedrío‒
‒Si no se puede elegir qué amar, no se puede amar de verdad. Coincido. Que así se haga. ‒
La reunión fue avanzando, y más y más temas fueron discutidos y perfeccionándose, hasta que se llegó al final de la agenda y para cerrar aquella reunión, los tres formularon un pacto de gracia con las creaturas que estaban a punto de crear y esta vez, las hábiles manos del Santo Espíritu fueron las encargadas de esculpir dicho pacto, justo a un lado de los estatutos de la ley.
Por último, desde el atrio del trono, con una sola palabra el Verbo extendió los cielos y echó los cimientos del infinito cosmos; su exhalación creó los átomos y la energía; fue su mano la que colgó los sistemas solares en el espacio infinito, y modeló sus órbitas perfectas. Y ahí, incluso sobre el silencio de un cosmos deshabitado, por sobre todas las cosas inanimadas de los vastos mundos y planetas formados, en el aire, en el agua y el cielo, el Verbo escribió el mensaje del amor del Padre.
Todo ahora estaba listo y en su lugar, era el momento de dar comienzo a la obra creativa, así que el Verbo se transportó al planeta más cercano al trono y comenzó a darle forma. Ése sería el lugar donde todo comenzaría. Cubrió las laderas de las pedregosas colinas con pasto e hizo nacer árboles frutales; lo llenó todo con flores y creó también diversos insectos para polinizarlas; experimentó con el equilibrio de los ecosistemas y con el sistema de regado a base de vapores subterráneos; y, para finalizar, el verbo tomó un zafiro especial, uno del mismo color del amanecer, esmeraldas, rubíes, diamantes, ópalos y amatistas, los fundió y modeló hasta crear a un ser perfecto, lleno de todas las virtudes posibles.
Él sería noble, honrado y excelso, hecho en todo lo posible, a su propia imagen y semejanza.
Acabó pues el Verbo de modelar a aquel ser primigenio y partió de regreso al trono.
‒Padre, he realizado todos los preparativos. Todo cuanto has diseñado está ahora donde debe. Todo ya está listo, ha llegado la hora‒
‒Si es así, Que no se diga más... Despiértale‒
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Editado: 18.10.2018