Lucifer también tiene alas

6.

Era esa nena. Estaba casi seguro. Pero no podía pensar con claridad desde su llegada a ese pueblo.

Tenía la cabeza llena: cosas por hacer se sumaban todos los días. Había vuelto a trabajar en el depósito del supermercado grande para ganar unos billetes durante su estadía allí. Eso significaba que estaría menos tiempo supervisando los arreglos de la casa y que debía confiar en que los contratistas hicieran un buen trabajo, pero al menos estaría ganando el dinero con el que les pagaría, en lugar de usar sus ahorros.

Todo esto rondaba en su cabeza mientras descargaba cajas de fideos de un camión. Los demás miraban su entrecejo fruncido, sin atreverse a preguntarle al nuevo si estaba todo bien. Que no, no lo estaba.

Se había levantado esa mañana en la casa de su tío. El hombre se estaba quedando en la casa del campo por la cosecha, que empezaba pronto. Se había llevado hasta el perro, por lo que las habitaciones solitarias hacían parecer más grande la casa vacía. Desde su llegada, Adrián solo había recibido la visita de la policía.

—Adrián, ella es Selena, de mesa de informes— le había dicho el gerente y, por alguna razón, sus oídos habían dejado de escuchar.

La conocía del club, del grupo de pintura.

—Ya nos conocemos—, alcanzó a modular la voz para que no se notara que estaba turbado.

No esperaba verla allí. Sin dudas, esa chica tenía edad escolar. Su tamaño se lo decía: era pequeña de talle, bajita. Su cabello castaño iba en una cola alta, dejando despejadas sus facciones y sus mejillas generosas y rosadas.

Era este el segundo lugar donde se la encontraba. Destino o casualidad. Quizás, causalidad.

Su teléfono vibró. Sorprendido, dejó la caja que cargaba y buscó en su bolsillo. Raramente sonaba ese aparato. Solo podían ser sus padres, aunque pensó que también podía ser quizás su tío con alguna indicación. De reojo, vio a dos compañeros imitar su gesto. A los tres les había llegado el mismo mensaje: el gerente había añadido a Adrián al grupo de teléfonos del supermercado.

Los demás guardaron sus móviles y siguieron sus tareas. Nadie reparó en él, que se quedó mirando la pantalla unos segundos más. Era la primera vez que lo agregaban a un grupo y no sabía cómo sentirse. En las épocas que tenía amigos, se comunicaban por teléfono público y se reunían en la costa a tomar Coca Cola y fumar a escondidas. Cuando los móviles se volvieron inteligentes, él ya no tenía grupo de amigos.

El teléfono de Selena pitó sobre el escritorio. Era un mensaje del gerente. “Bienvenido al equipo, Adrián”, junto con un nuevo número. Automáticamente, como había hecho con todos los demás compañeros, Selena lo incluyó entre sus contactos. Solo después de hacerlo se detuvo a pensar. Tenía el número de Adrián Lerner en su agenda. ¿Era el número de un compañero? ¿O el de un asesino?

Un revuelo se levantó en el comedor a la hora del almuerzo. Todos opinaban sobre el mensaje que habían recibido. El aludido había elegido comer solo en el depósito, como sabiendo que los demás necesitaban tiempo para aceptar al nuevo integrante entre los empleados. Selena tomó la comida y se sentó en una mesa alejada. Recordó la misma recepción para el nuevo de parte del grupo de pintura. El descontento abierto de los padres de Mora y demás miembros de la cooperadora del club todavía resonaba en sus oídos.

El alboroto causado por Adrián hacía eco en varios hogares de la ciudad. La pequeña familia de Selena no era ajena a esto. Ella descubrió más temprano que tarde que su abuela era una de tantos que tenía qué decir. Porque así se lo había comunicado una noche, cuando esperó a servir un té de manzanilla para ella y su nieta y dirigirse al sillón, para tener “una charla seria sobre lo que está pasando”.

Claro que este preámbulo podía sorprender a cualquiera con la guardia baja. La chica ya se estaba preguntando a qué se refería la rolliza señora.

—Rumores. Si los dichos no tienen fundamento en la verdad, son solo rumores— empezó a hablar tras un sorbo de té—. Estoy cansada de la gente de esta ciudad y sus juicios. Ese joven, Lerner, no hay duda de que algo mal hizo… Pero no creo que fuera matar a esa niña.

Selena suspiró profundamente. En alguna parte de la casa, en su cuarto, estaba su teléfono. En el aparato, estaba agendado el número del objeto de esa charla: Adrián Lerner. Por alguna razón, se sintió ansiosa. Como si estuviera escondiendo un secreto a su única familia en el mundo.

—Abuela… Yo…

—Lo sé— apuró el mal trago la abuela. Entonces empezó un monólogo que dio poco pie a réplica sobre confiar en las personas y darles una segunda oportunidad. Tal vez un poco enojada con la actitud de las personas que las rodeaban.

Sí, había estado hablando con los padres de Mora días atrás. Ellos la habían puesto al tanto de la situación en el club y con el grupo de pintura. Se imaginaba que su nieta había evitado hablarlo para no preocuparla, pero no quería secretos dentro de su casa.

—Pues, ahora también está trabajando en el supermercado— añadió Selena cuando la mujer se tomó un respiro.

Llegaron a un acuerdo: el hombre merecía el beneficio de la duda. Por eso, la chica mantendría su ritmo de vida. La universidad, el trabajo y el grupo de pintura seguirían siendo su constante. Mantendría con Adrián el mismo trato que con sus demás compañeros y sería educada como la habían instruido toda su vida.

Sin embargo, algo no cuadraba. Mucho después de terminar la charla, cuando ya estaba en la cama intentando conciliar el sueño, Selena se dio cuenta de que su abuela parecía decir menos de lo que sabía. Como si la confianza en la inocencia de Lerner fuera producto de algo más que la cortesía que dispensaba la anciana a todo el mundo.




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