Había trabajado esa mañana. La chica estaba ahí: ponía los precios en la góndola de las harinas. Nada más humano, nada más mundano. Sin embargo, parecía lejana. De otro planeta. Tenía los ojos que ven más allá de lo que está delante. Eran los ojos de una artista. O de una persona aburrida.
La ciudad se recuperaba de la resaca de la fiesta de primavera. Adrián había visto a la actual reina cuando compraba hamburguesas congeladas en el supermercado. No parecía tener nada especial. Tal vez, él ya no se dejaba seducir por una sonrisa mágica de brackets y maquillaje diario.
Pero había visto que Selena la miraba seria, mientras se acomodaba el cabello en su eterna coleta. “¿Celos?”, se preguntó, sorprendido. Había creído que la chica estaría por encima de esas superficialidades. Al parecer, se había equivocado.
Al unísono, los móviles de Selena y Adrián vibraron. Cada uno, desde extremos opuestos de la góndola, miró su pantalla. En el grupo del trabajo, uno de los compañeros había compartido una foto con la reina. Él vio cono Selena fruncía el entrecejo. Sí, eran celos. Se rio por lo bajo y giró para irse.
Selena escuchó una risa y volteó. Se sorprendió al ver a Adrián alejándose por el pasillo. ¿De qué se reía? Nunca lo había visto más que serio. Se preguntó si la había visto a ella y, por un instante, se sintió pequeña. Seguramente iría a espiar a la reina en su paso por la caja, pura sonrisa blanca y simpatía, como todos los demás.
“¡Ja!”, pensó sarcástica. “Me he convertido en una bruja”, se retó. Intentó concentrarse en el hecho de que la harina había vuelto a subir de precio y dejar de lado la triste verdad de que un año más que pasaba en ese pueblo era un año menos de posibilidades de salir de allí. A diferencia de la nueva reina. Ella iría a alguna universidad de la capital y estudiaría una carrera importante como derecho o contaduría. Selena bajó la cabeza y pensó en las palabras de su abuela. Al menos tenía la suerte de poder asistir a una universidad pública, aunque más no fuera pequeña y con la currícula bastante acotada. Estudiar el profesorado de educación media era mejor que no estudiar nada. En otros lugares del país, en otras ciudades, siempre habría trabajo para una profesora. Solo tenía que tener paciencia.
Si tan solo pudiera dejar de mirarla. Era una chica común, bastante pueblerina. Una niña celosa de la reina de la primavera. No se parecía en nada a las pocas amigas que había tenido en su vida. Ninguna quedaba, es cierto. Tal vez era tiempo de conocer gente nueva. Pero… ¿Por qué ella?
Selena intentaba pintar. Nada parecía estar bien en esos días. Estudiar era un plomazo hacia fin de cuatrimestre, el trabajo se volvía tedioso con los recientes cambios de temperatura y la vida de la ciudad se movía alrededor de la cosecha de la que ella no formaba parte.
—¿Estás apuñalando la pintura, Selena? —se acercó discretamente Pablo, el profesor. Miró el bastidor que ella parecía estar castigando con el pincel.
Un suspiro se le escapó por la boca entreabierta. Miró su lienzo. Tenía la atención puesta en cualquier embrollo mental menos el óleo que estaba desperdiciando en ese despropósito. Sus labios se cerraron en un broche, sobresaliendo el inferior. A veces, muchas veces, parecía una niña.
—Ten paciencia con todo, pero sobre todo contigo misma —el profesor le palmeó el hombro y siguió su camino.
El reloj de la pared marcaba que aún quedaba media hora para terminar el encuentro.
—Me voy, Mora. Te escribo luego —tomó su mochila, agradeció al profesor y se despidió de la clase con un saludo general.
Él se quedó inmóvil. La sintió pasar por detrás y quiso voltear a ver si aún tenía esa mueca de frustración que la había acompañado durante todo el día, desde la mañana en el supermercado. Pero no se movió. Dejó que se fuera. Fue una larga media hora hasta que todos guardaron sus pinceles y se quitaron los delantales llenos de pintas de colores.
Adrián salió último, detrás de los murmullos de las conversaciones en las que no lo incluían. Saludó con un movimiento de la cabeza a algunos de los compañeros que más tolerancia tenían a su presencia y desapareció en el estacionamiento del club, donde había dejado su camioneta aparcada.
Supuso que era un buen momento para pasar por la casa para dar un vistazo a las obras de refacción. Tomó el camino por la costanera, más allá de la zona balnearia. El camino que la recorría estaba bastante desierto; solo vio algunas personas solas haciendo ejercicio y los perros vagabundos que abundan en todo pueblo.
Faltaban algunas cuadras para tener que entrar hacia el barrio. La casa en la que había crecido estaba cerca, solo a unos minutos más.
Entonces distinguió una mochila, una campera roja atada a ella y una coleta castaña que se movía al son de los pasos de la chica. Era Selena. Caminaba con la mirada baja, como si tuviera miedo de tropezar en un camino perfectamente llano. Estaba bastante alejada del centro. ¿Estaría perdida? Adrián desterró esa idea pronto. Era evidente que sabía a dónde iba.
Ella lo sintió: ese cambio en el ruido del motor del automóvil que se acercaba por detrás. Lo escuchó bajar un cambio, como si quisiera ralentizar el paso y acoplarlo con el suyo. Se dio vuelta, indiferente, y vio su camioneta. Otra vez. Los vidrios oscuros esta vez iban a la mitad, así que ella podía verlo. Y él la estaba mirando.
Tomó las correas de su mochila y la ajustó a su espalda. Se giró sobre los talones y se frenó, al costado de la camioneta.
Adrián se sorprendió. Pisó el freno y el vehículo se clavó. Alguien detrás tocó bocina y lo sobrepasó. No le importó. Se dijo que esa era su oportunidad. Era su momento. El que había estado esperando desde la primera vez que la vio. Incluso si la primera vez no fuera esa que recordara, sino otra de mucho tiempo atrás, cuando todavía él era libre.