“Las cosas no quedarán así”, seguía repitiéndose él por lo bajo, con enojo apenas contenido.
Fue derecho a su taller y tomó dos bidones de gasolina. Una sola idea fija en su cabeza. Todo iba a arder. El mundo completo debía hacerlo si otra vez a él le tocaba perder frente a Adrián.
La abuela los vio llegar. La camioneta estuvo largo tiempo estacionada frente a su casa, por lo que dedujo que debían estar teniendo una conversación de las difíciles. Mientras enviaba miradas furtivas a través de las cortinas rojas de la cocina, se preparó un té de menta y esperó pacientemente.
Su nieta estaba enamorada.
Lo había sospechado por varias semanas y temió que pronto, en cuanto Selena cruzara la puerta principal para darle el saludo de buenas noches, lo confirmaría. Suspiró por eso y tuvo miedo, porque si bien Adrián parecía ser un buen muchacho, el otro no lo era. Y era el otro quien proyectaba sobre su nieta la sombra más oscura y más densa. Una sombra que tal vez, como la última vez, Adrián no podría sortear.
Selena y Adrián compartían el silencio en la cabina de la camioneta, escondidos entre los vidrios tintados, al resguardo de mirones y especuladores.
—Me acuerdo de esa noche, Adrián —dijo ella finalmente.
—¿Qué noche? —Era el preludio de una charla que podría ser fatal para los 60 segundos de relación que podrían haber disfrutado.
—La noche que murió Estrella, no estabas con ella. Estabas conmigo.
Adrián le tomó la mano y asintió.
—Pensé que no lo recordabas.
—No lo recordaba… Pero cuando llegaste a la ciudad, cuando empecé a verte… Más te veía y más dudaba de lo que en mi cabeza pasaba.
—Pasaron siete años. Eras una niña.
—Sí, y estaba asustada. Y después pasó todo lo que pasó… La gente hablando, murmurando, gritando. Nunca le conté a mi abuela, porque no quería que ella supiera que yo me escapé ese día. Sin embargo, nunca supe por qué, ella siempre te defendió.
—Habrá tenido sus motivos. Nadie te hubiera creído… El fiscal estaba tan seguro de mi culpabilidad. Todo el mundo lo estaba. Aún hoy.
—Tenías este auto pequeño y redondeado. Yo caminaba bajo la lluvia inesperada, con el cabello chorreando agua y los pies empapados. Como esa vez en que esperaba el colectivo y te vi…
—Sí —cortó él—. Al parecer tenemos facilidad para encontrarnos bajo el agua. —Hizo una pausa y siguió—: Me dije que tenía que frenar. Noté que llorabas incluso con la lluvia.
Se siguieron narrando el resto de la historia. Uno cedía al otro la palabra y entretejían los sucesos de ese día.
—Llegamos al puente, donde había dicho mi padre que estaría. Lo había escuchado hablando con mi abuela desde el otro extremo de la línea de teléfono en casa. Yo tenía tanta ilusión. Eso sí lo recuerdo, porque cuando uno está ilusionado, todo puede doler más.
—Todavía lamento que encontraras a tu padre drogado. Lamento ser yo quien te llevó hasta allá y te acompañó hasta la puerta de su auto. Todos en el pueblo sabíamos cómo era él. Debí darme cuenta antes de la mala decisión que sería encontrarlo.
—No dejo de pensar en que Estrella murió esa noche, pero algo de mí también. Una inocencia que todavía conservaba. Los golpes a mi madre, los gritos, las peleas constantes y las ausencias… Eran todo lo que yo no quería ver y tuve que afrontar esa noche en el puente.
—Yo nunca dejé de pensarte, de recordar lo que pasó. Del trabajo en el supermercado, esa noche, solo te recuerdo a vos. Estabas en mi cabeza en todo momento. Y al día siguiente, cuando supe lo de Estrella… Simplemente no pude entender por qué todo parecía desmoronarse alrededor.
Adrián le contó el suplicio después, las sospechas, los dedos acusadores y las amenazas anónimas contra su familia. Mientras tanto, él no podía y no quería contar la verdad, porque haría más daño que bien. Porque sabía que contar a los cuatro vientos que el padre de Selena era efectivamente un hombre violento que abusaba de las drogas y golpeaba a su familia sería más terrible que esperar a que la justicia hiciera su trabajo y revelara su inocencia.
—¿Y ahora? ¿Te irás de nuevo sin demostrar tu inocencia?
—Ahora es otro tiempo. Ahora pasan otras cosas. El pasado ya no se puede cambiar y mucha gente ya está grande para siquiera darme el beneficio de la duda. Ahora solo quiero paz, Selena.
Ella asintió. Ojalá pudiera acompañarlo en esa búsqueda de paz.
—Ojalá pudiera abrazarte como lo hiciste conmigo esa noche y decirte que pronto va a estar todo bien.
Una Selena estaba en shock esa noche hacía siete años. Bajo la lluvia, cerca del puente, Adrián la abrazó suavemente, la condujo hasta el auto. Luego la llevó al único lugar seguro que conocía: su casa. Todos habían salido. Nadie nunca supo que ella había pasado por allí, ni que había tomado ese té caliente, ni que se había abrigado con la cobija del sofá. Solo había pasado una media hora cuando Adrián comprendió que los sucesos de esa noche serían borrados de la memoria de la chica. Eran tan fuertes y prepotentes que no llegarían a fijarse.
Ahora se había abierto la compuerta y cada instante brotaba a toda luz y color. Selena recordaba cada uno de ellos y Adrián se permitía volver a vivirlos en su memoria.
—No quiero que esta sea una despedida, por favor —Adrián bajó la mirada hacia las manos que seguían unidas—. Aún me quedo dos días en el pueblo. Tendremos oportunidad de ir otra vez tan lejos como la playa.
—Me parece un buen plan —su sonrisa era sincera, si bien sabía que él no lo estaba siendo.
Esa noche, Selena lloró en silencio, abrazando una almohada mullida pero que no daba consuelo. Lloró por la pérdida de Adrián, pero también por el reencuentro tardío con él y todo lo que ello significaba: enfrentarse con lo peor de su niñez, aceptar lo mejor de su ahora. La abuela Nora la oyó al otro lado del pasillo, en silencio, sabiendo que sus palabras no la alcanzarían y que sus manos no la confortarían.