La claridad del nuevo día nos despertó temprano. Me levanté, dejando atrás a Kiarita, quien dormía sobre la colchoneta emitiendo un suave y débil ronquido. La punta de la lengua le sobresalía del hocico.
Sentí dolor en mi costado, incluso más que el día anterior. Suavemente levanté un poco la camiseta, descubriendo como el morete empeoró de manera considerable.
Jorge miró atemorizado la carne morada de mi cuerpo. Sin decir una palabra, llevó el dedo índice y lo colocó sobre su boca indicando silencio. Entendí que no debía decirle nada a su madre, conociéndola no me dejaría ir a la escuela.
Salimos de casa caminando por la orilla de la calle, pisando donde el césped cubría la tierra, porque el camino estaba repleto de barro, producido por algún aguacero en la madrugada. Llegamos justo a tiempo para la hora de ingreso.
Por fin la campana sonó, avisando la salida de clases. Fue un día igual de lento y aburrido que los últimos atrás.
Zaida pasó toda la clase mirándome con ojos de: “lo lamento”. Quizás se sintió comprometida por la paliza que su hermano me proporcionó la tarde-noche anterior. A Ignacio afortunadamente no lo vi durante el día, y Marcos, se la pasó ruborizándose cada vez que me veía.
Jorgito y yo fuimos los últimos en retirarnos del salón, ya que me negué a salir en pelota. No quise arriesgar a ser golpeado en el costado involuntariamente por alguien en medio molote. Incluso, contuve las ganas de jugar en el receso por la misma razón, pues también temí que alguno de los chiquillos que estuvieron en la plaza me molestaran, aunque era poco probable, porque siempre que sucedía algún pleito o travesura, moría allí y no se jalaba el chisme, ya que nadie quería enfrentarse a los regaños de sus padres.
Al salir por el portón de la escuela, divisé a Marcos cruzado de manos mirándome fijamente. Aún continuaba ruborizándose. Estuvo actuando de forma extraña todo el día. Lento se acercó y expresó tímido:
—¡Lo siento Anderson! ¡Siento mucho lo de ayer!
Observé de reojo a mi mejor amigo para ver en su rostro una sonrisa de medio lado.
—No fue tu culpa. —me apresure a responder con seguridad—. No debes sentirte culpable por ello.
—Pero no hice nada para ayudarte cuando tú sí me ayudaste. Al final te comiste el problema solo.
—Tranquilo Marcos. —sonreí con amabilidad.
El gordito volvió a ruborizarse mientras se quitaba la mochila de su espalda, luego la abrió y comenzó a buscar algo en el interior. Sacó un poco la lengua, moviendo los ojos a todos lados. De pronto sonrió, y extrajo dos cajetas de coco.
—¡Tomen, espero les guste! —nos entregó una a cada uno—. Las envió mi mamá especialmente para ambos.
—¡Vaya!, ¡Gracias Marcotes! —exclamó Jorgito alegre. Rápidamente le dio un mordisco a la suya—. ¡Deliciosa! —dio otro mordisco—. ¡Pruébala Anderson!
Jorgito dio el tercer mordisco a su cajeta, mientras, yo llevé la mía a mi boca. Pronto el dulce sabor se propagó por mi paladar. Relamí mis labios lentamente antes de decir:
—¡Cielo Santo! Marcos, tu mamita cocina muy rico.
—¡Verdad que sí! —exclamó el gordito, frotando su voluptuosa barriga—. Por eso estoy así de guapo y bien cuidado, porque mi mamá es muy buena cocinera. También les mandó a decir que pueden ir a casa cuando quieran. ¿Qué les parece? Así podremos jugar mucho, y comer también.
—Me parece magnífico. —se apresuró a responder Jorgito con la boca llena. —Ojalá nos prepare algo igual de rico ese día. Es más, podemos ir seguido.
El gordito sonrió muy alegre y luego volteó hacia mí, su sonrisa se extendió un poco más. Resultó evidente que esperaba la misma respuesta de mi parte, así que asentí con mi cabeza afirmando que me gustó la idea.
—¡Genial! —gritó a los cuatro vientos con alegría—. Les regalaré otra cajeta por ser tan buenos amigos.
El buen niño volvió a buscar entre sus cosas mientras nos miraba con regocijo, momentáneamente desvió la mirada hacia su mochila. Se detuvo un instante y sacó una cajeta mordida hasta la mitad, rápidamente se ruborizó y tragó saliva con dificultad.
—¿Qué ha pasado Marcotes? —inquirió mi mejor amigo.
El gordito elevó la cajeta mordisqueada a la altura de su boca y de un bocado la devoró por completo. Jorgito sonrió un tanto confundido esperando una respuesta.
—Lo siento… —musitó apenado—. Mi mamá les mandó muchas cajetas de coco, pero no resistí la tentación y me las comí todas. ¡Por favor no le digan nada! Si se entera lo más seguro es que no me vuelva a dar de comer por glotón. Debí entregarles las cajetas apenas llegué. ¡No se vayan a enfadar!
Jorgito aclaró su garganta agravando su voz para decir:
—La verdad es que no creo poder ir a tu casa, sabes… paso muy ocupado.
Me sorprendí al escuchar las palabras de mi amigo. Llevé la mano derecha a su boca tapándola, evitándole hablar más de la cuenta.
—No le creas nada a este mentiroso, Marcos. Un día iremos, tenlo por seguro. —le sonreí amablemente—. Y por las cajetas no te preocupes, no le diremos nada a tu mamá, puedes estar tranquilo por ello.