Luna eterna

Capitulo 9 Los recuerdos de Amará

La noche se cernía sobre los bosques del Jura con una densidad que parecía respirarse. El aire era húmedo, cargado de musgo y hojas antiguas. El canto lejano de un búho resonaba entre las ramas, como un augurio, mientras la bruma danzaba entre los árboles retorcidos. Había algo en esa oscuridad que no pertenecía al mundo natural. Algo que observaba.

Amara despertó entre susurros. No eran voces humanas, sino fragmentos rotos de memorias pasadas, como si el viento hablara con la lengua de sus ancestros. Sentía su pecho agitado, su piel cubierta por una leve capa de sudor frío. Se incorporó en la cama tallada en madera de fresno, en la habitación de Alaric. El fuego aún crepitaba en la chimenea, lanzando destellos dorados sobre los muros de piedra.

—Estás temblando —dijo Alaric, acercándose en silencio, su voz como un susurro cálido que acariciaba su oído.

—Soñé con ellos... mis padres —murmuró Amara, llevándose una mano al corazón.

Él se sentó junto a ella, sus dedos entrelazándose con los suyos. El contacto le devolvió algo de paz. Aún sentía el temblor en sus huesos, como si su cuerpo recordara lo que su mente apenas podía sostener.

—¿Qué viste? —preguntó él con ternura.

Amara cerró los ojos. Su voz salió en un hilo tembloroso:

—Un campo bañado en sangre... fuego y sombras. Mi madre... gritaba mi nombre. Y él... mi padre... peleaba contra seres que no eran del mundo de los vivos. Había ojos rojos en la penumbra.

Alaric se tensó. No era un sueño cualquiera. Era un recuerdo, uno antiguo, sellado quizás por la magia misma del linaje lunar.

—Los Schattenbluts —susurró él, con un dejo de rabia contenida.

Amara lo miró, buscando respuestas.

—¿Quiénes son?

Alaric apretó los labios, luego tomó aire profundamente. La brasa del fuego hizo brillar sus ojos con intensidad.

—Una secta vampírica. Antiguos como las raíces del mundo. Se ocultan en los bosques del Jura, donde la niebla nunca se disipa. Ellos fueron parte de la guerra que segó la vida de tus padres. No olvidan, ni perdonan. Para ellos, la Luna Perdida es una amenaza. Y tú... eres su eco viviente.

El corazón de Amara se aceleró. Su cuerpo lo sabía antes que su mente. El peligro no era nuevo. Siempre la había rondado, como una sombra esperando el momento adecuado.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué vuelven los recuerdos justo en este momento?

—Porque tu alma se está despertando, Amara. No solo tu loba. Tu linaje, tu herencia, todo aquello que estaba dormido en ti comienza a latir. Y con ello, las memorias selladas... las visiones... y las amenazas.

Ella se levantó, caminando descalza sobre la alfombra de piel de ciervo. El viento del bosque se colaba por la ventana, trayendo consigo un aroma de tierra mojada, corteza y algo más... algo metálico. Sangre.

—Necesito saber. Necesito ver el lugar donde murieron.

Alaric negó con suavidad.

—Es peligroso.

—Lo sé. Pero es mío, Alaric. Es parte de lo que soy. No puedo caminar hacia adelante sin entender de dónde vengo.

Él la observó con un respeto silencioso. En su interior, Theron rugía, protector, pero también comprendía. Su compañera necesitaba recuperar su historia.

Mientras tanto, en el corazón enraizado del Bosque del Jura, una criatura de ojos carmesí se deslizó entre la bruma. Su capa negra arrastraba sobre las hojas húmedas y sus pasos eran tan ligeros como el aliento de la noche.

—Se ha despertado —murmuró una voz ronca y vieja, oculta entre las sombras.

—Artheya ha vuelto —agregó otra, más joven, de un tono burlón.

Los Schattenbluts estaban reunidos. Eran cinco ancianos de ojos ardientes, piel pálida como la cera y colmillos que brillaban con la humedad. En medio de ellos, una figura femenina destacaba. Vestía un vestido hecho de telarañas negras, su cabello rojo cayendo como llamas apagadas.

—La hija de la Luna aún no está completa. Podemos atraparla antes de que lo sea —dijo ella, lamiéndose los labios con deleite.

—No subestimes a los marcados —gruñó el más viejo, con una voz tan quebradiza como la madera muerta.

—Theron la protege —añadió otro con desprecio—. Pero incluso el lobo más feroz puede sangrar.

Tres días después, al amanecer, Amara cruzó los límites del bosque con Alaric a su lado. El aire era distinto. Todo parecía más vivo, más denso. Los árboles eran más altos, el musgo más espeso. Sus pasos crujían sobre las hojas secas, y cada sonido parecía devolverle ecos antiguos.

—Aquí —dijo ella, deteniéndose frente a un claro circular, rodeado por piedras cubiertas de runas.

Alaric la observaba en silencio. Sus ojos se posaban en cada detalle, como si esperara un peligro en cada sombra.

Amara cerró los ojos. El aire le trajo una imagen. Su madre, con su cabello negro como la noche, luchando con fiereza, su padre con una lanza de plata, protegiéndola incluso con el último aliento. Sintió el calor de una lágrima correr por su mejilla.

Entonces lo escuchó. Un crujido entre los árboles.

—No estamos solos —dijo Alaric, su voz grave, y sus pupilas se estrecharon.

Theron rugió dentro de él, listo para salir.

Pero del otro lado, no apareció un vampiro. Sino una sombra difusa que se desvaneció como humo. Una advertencia.

Amara se arrodilló. Puso sus manos sobre la tierra húmeda. Sus dedos temblaban.

—Aquí cayeron. Aquí comenzó mi historia.

—Y aquí comenzará la resistencia —añadió Alaric.

De vuelta en casa, Freja los esperaba con una infusión caliente. El aroma de jengibre y clavo llenaba el aire. Kael se movía inquieto por la cocina, y Lía preparaba la sala con velas encendidas.

—Has tocado el pasado, pequeña luna —dijo Freja, con una mirada sabia—. Ahora prepárate para lo que vendrá.

Amara asintió. Su pecho aún dolía, pero no por miedo. Sino por la fuerza que nacía desde lo más profundo. Artheya se removía dentro de ella, impaciente, viva.




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