"Míseros años: Memorias de un Comandante"
Dadas las órdenes del rey Cristián IV de Dinamarca, marché a toda prisa sin mirar atrás, huyendo de la nostalgia que se alejaba a mi espalda con el galope de mi caballo. Como me temía, la noticia que recibí al presentarme en la corte fue mi lugar como líder de las filas que marcharían hacia el frente de Alemania. Enfrentaríamos a las fuerzas combinadas del Sacro Imperio en un conflicto que llevaba años en desarrollo. La religión empuñaba el destino de Europa y la conducía hacia un nefasto amanecer lleno de insaciables contradicciones. Nos mantuvimos al margen durante varios años, al parecer Cristián IV encontró justificables razones para intervenir e impedir toda amenaza a la dinastía danesa.
Mis dilemas internos volvían a hacer efecto, quería regresar cuanto antes junto a mi esposa, aún así podría asegurar que entre los presentes de la corte, fui el único ávido de iniciar la lucha. Encuentro pasión en ella o al menos solía hacerlo, cambió al generalizarse la desolación que golpeaba con furia mi consciencia por todo lo que apartaba. Incluso recuerdo mi idiotez la madrugada previa a nuestra salida hacia Alemania, cuando me dije "Será para mí una última guerra...una despedida como solo yo merezco" y jamás tuve la compasión de preguntarme: ¿Quién podrá encontrar el camino a sobrevivir?
Las fuerzas católicas de Fernando II lideradas por Johann Tserclaes, Conde de Tilly, se abrían paso hacia una ofensiva arrasadora que fue ocupando varias fortalezas de los territorios alemanes dejandonos como ultima posición Northeim, la cual decidimos proteger. Tilly se encontraba en inferioridad numérica, lo cual cambió con la llegada de los refuerzos que había enviado Wallenstein, general aliado de la liga católica, para enfrentarnos. Al ver el sorpresivo incremento de soldados que llegaron a Northeim, la retirada fue inminente al igual que la consecuente persecución donde nuestra retaguardia fue alcanzada horas más tarde en Satuffenburga. Estalló una escaramuza que nos costó dos cañones y cerca de 600 soldados de nuestro poder, no teníamos apoyo, seguíamos frente a una fuerza superior y continuamos con la retirada. Nuestros hombres se encontraban hambrientos y desmoralizados por los caídos, agotados y las condiciones del clima entorpecían nuestro paso y posibilidades de escapar con incesantes lluvias. En Lutter fuimos alcanzados por segunda vez y se desató la primera masacre de la que no nos recuperamos del todo. Nuestro objetivo fue socorrer a las tropas alemanas protestantes que habían sido reducidas semanas antes en la batalla de Dessau y terminamos siendo presa de un feroz e incesante ataque que parecía liderado por las huestes del infierno.
Tilly consiguió atraernos a Lutter donde nos obligó a combatir en campo abierto para sacar provecho frente a una desigualdad numérica bastante notable. Nos organizamos al margen derecho del río Hummecke, la infantería en el centro y en los flancos la caballería. El enemigo se desplegó en el margen izquierdo del río. La batalla inició con estruendos de armas de fuego y cañones abatiendo a muchos hombres y dejando un penetrante olor a pólvora que anunciaba el despertar de una muerte segura. El viento parecía estar paralizado y el vapor vivo con más furor que nunca, mi piel ardía como si hubiese sufrido un baño de lava. La caballería enemiga se aproximaba por el puente que cruzaba el río seguida por la infantería que lo atravesó. Rechazamos el ataque varias veces, peleamos durante horas, el campo se encontraba lleno de cuerpos y yo tenía la inquietante impresión de que estaba parado sobre un suelo hecho de carne humana. La mayoría de los hombres caídos se hallaban mutilados por el combate cuerpo a cuerpo. El agua limpiaba a su paso los rastros de sangre, arrastraba cuerpos inertes, desaparecía cascos, espadas, todo lo que terminara a merced de la corriente. Mi coraza y rostro estaban impregnados en sangre de las salpicaduras mortales de acertados cortes, recuerdo poder saborearlo en mis labios. Imposible imaginar cuantas almas exilié de este mundo. Mi mente estaba bloqueada, el filo de mi espada actuaba por sí misma, clavándose en los cuellos, hombros y costados expuestos de mis enemigos. El ambiente era ruidoso, sonaban sin parar los gritos, lamentos y arranques de ira del infortunio para todo aquel presente en aquella derrota. Fuimos flanqueados y atacados por el frente siendo incapaces de contrarrestarlo. Me vi obligado a dar la orden de retirada e intenté proteger a la mayor cantidad de guerreros que pudiesen escapar, carecíamos de caballos, estos yacían decapitados, algunos con graves heridas y otros atravesados con alabardas.
La ofensiva final provocó el pánico logrando una retirada en desbandada. Mientras huía de esa matanza, fui testigo mudo de que aquellas tierras estaban tan nutridas de mortandad que nunca podrían recuperar su pureza, estarían malditas por el resto de los tiempos, olvidadas por la naturaleza como una mancha de la que no se volverá a hablar y un río que sería incapaz de superar semejante acontecimiento en su caudal.
La guerra no fue nada favorable, hubo mucha pérdida. Europa temblaba y la cortina de niebla que opacaba la visión de lo ocurrido ocultaba el conteo de bajas y crímenes aumentados cada año a grandes escalas. Los soldados invadían hogares saqueando todo lo que pudiesen encontrar. Iglesias se hallaban devastadas ardiendo en fuego con creencias reducidas a cenizas. Muchas aldeas fueron borradas del mapa bajo las llamas que emanaban desde sus cimientos. Las carreteras no eran seguras, eran custodiadas por delincuentes que asaltaban sin escrúpulos y cometían todo tipo de atrocidades, los cuales eran cazados y sentenciados sin piedad. Eso me recuerda mi obsesión hacia una de las placas de "Las Grandes Miserias de la Guerra", serie grabada por el francés Jacques Callot que descubriría años más tarde, en 1633. El grabado 11, titulado "La pendaison" muestra una escena muy gráfica donde se puede observar un roble atestado de cuerpos ahorcados. Un verdugo sobre una escalera haciendo sitio para el próximo, un cura despidiendo a los condenados y muchos esperando su turno, dos de ellos jugaban a los dados en su espera, en mi opinión, irónica reflexión de crueldad humana por ambas partes. El pueblo espectante contempla el fatal suceso, ajenos a que marcaría un antes y un después en la historia.