El cuarto de fotografía era un lugar lúgubre. Era todo lo que podía decir, no era como si esperara más de un hospital cimentado en un pueblo lleno de supersticiones y "malas vibras", pero al menos creía que cada situación tenía sus límites. Luna roja era la excepción a cualquier regla. Ahí, la ciencia perdía constantemente la batalla y ella era consciente de eso. Una parte de su corazón incluso se sentía de la misma forma, tentada a creer en todos los misterios y cuentos estúpidos que abundaban el lugar. Pero solo una parte, la otra seguía aferrada a su cordura, incluso aunque hubiese comenzado a escuchar voces. Silvia tenía una teoría para explicar eso, no había dormido bien, la falta de sueño es un factor clave para que tu mente te haga jugarretas. Claro, eso era lo que quería creer.
Recordó la cita con el fotógrafo para el asunto de su condecoración como empleada del mes, aún le parecía ridículo, pero no podía hacer mucho para remediarlo. Miró su reloj, eran las 3:50, solo le quedaban diez minutos para encontrar el salón de fotografía y no se encontraba de humor para perderse. Por ello se sintió aliviada cuando pudo dar con él, pero se llevó una gran sorpresa al verlo en tan malas condiciones.
El fotógrafo ya estaba ahí, por supuesto, la miró como si hubiese llegado muy tarde y le indicó que tomara asiento frente a la cámara fotográfica. Era de esas antiguas con las que tenías que estar completamente quieta e inclinar tu cuello de una forma adecuada o salías fuera de cuadro, sin mencionar que el hombre tenía que sepultarse en el aparato con un velo negro. Sonrió tratando de aligerar el pesado ambiente que comenzaba a sentir, era como si la asfixiara, como si esa sensación ya la hubiese padecido con anterioridad. El hombre le pidió que se colocara en posición y ella obedeció mirando a la cámara, olvidando toda esa maraña de pensamientos. Sonrió al lente y cuando el hombre tomo la fotografía, el flash la deslumbró pasando frente a sus ojos algo jamás visto. Una hermosa muchacha albina de ojos grandes estaba sentada en el mismo lugar y también la misma situación.
Sonreía con inocencia a la cámara, sus ojos eran de un verde brillante, como las esmeraldas y no era muy alta, lo pudo ver por su complexión. Sus huesos delgados y la postura de su cuerpo al posar. Una vez tomada la fotografía, la chica albina desapareció de sus pensamientos, no sin antes escuchar una felicitación por parte del fotógrafo. “Bien hecho Anette”.
—Mi nombre no es Anette—corrigió la enfermera.
El hombre salió de su capucha y la miró sin comprender qué era lo que decía.
—¿Qué dice? No entiendo. Obviamente su nombre no es Anette—revisó un par de papeles que tenía en la base del tripie de su cámara y checando los datos, corroboró—Aquí tengo que te llamas Silvia Pascual. ¿Quién es esa tal “Anette”?
Silvia bajó la mirada contrariada. Claramente había escuchado al hombre llamarla “Anette”, no se lo imaginó, claro que no, aunque bien tampoco podía explicar por qué había visto aquellas imágenes. ¿Quién era esa chica? ¿Por qué también posaba para la cámara? Su razonamiento le hizo llegar a múltiples conclusiones mientras el hombre la despachaba de esa habitación y ella daba las gracias escuetamente.
Caminando a través de los pasillos lo analizó detenidamente. Anette. Seguramente alguna chica de ese hospital se llamaba Anette y el fotógrafo se había confundido, tal vez, Anette había sido una empleada del mes y el hombre la había fotografiado. El recuerdo de la enfermera Carmona, siendo la única que sabría sobre la última empleada, inundó su cabeza y tomó la decisión. Una vez transcurrida la tarde y resueltos sus pendientes con los enfermos de la sala doce, buscaría a la mujer y le preguntaría. Quizá así tendría respuestas a todas sus dudas.
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Tocó el timbre de la Mansión Ivanov sintiendo un escalofrío en cada una de sus terminaciones nerviosas. La verdad era que la construcción, ubicada en lo más recóndito del pueblo de la Luna Roja, sí imponía a cualquiera. Era una enorme mansión pintada de colores opacos, un café que parecía más crema y en las aristas de cada muro, un color negro que poco a poco cedía ante lo blanco del polvo y el paso de los años. Una buena reconstrucción no le vendría mal, pero sabía, gracias a todos los chismes y pormenores de Lucio, que en esa casa enorme y algo aterradora, sólo vivían las gemelas y su tutor legal, el mayordomo Mario Rocha. Ellos, por su parte, no le veían sentido a una reparación, era como violar la esencia de la casa y al parecer, la misma les agradaba.
Editado: 22.07.2018