Capítulo 5
Ese día sí que había resultado agotador. Silvia miró su cama como si se tratara de algo sagrado y hasta le sonrió con brillo. Resopló cansada y se arrojó en la misma mirando al techo. Durante toda la tarde tuvo que atender a casi más de la mitad del pueblo, si no es que a todos. Debido a que se acercaba el 2 de noviembre, muchos habitantes asistían al hospital para hacerse un chequeo y con ello evitar formar parte de las filas de los muertos esa semana. La enfermera simplemente creía que tal comportamiento era una exageración, pero Luna Roja y su gente era así.
Comenzó a desvestirse para tomar un baño relajante y así descansar un poco. Al día siguiente tenía turno en la mañana y esperaba poder visitar a las gemelas antes de pasar por el hospital. Además, si terminaba temprano, tal vez ahora sí podría ir a buscar a Christa Favelli. Había estado tan atareada los últimos días con pacientes nuevos y aquellos de la Cuarentena, de los cuales, su cifra aumentaba tristemente. Por lo mismo, no se pudo dar el lujo de salir a buscar a la madre de la última empleada del mes de ese hospital. Tal vez, mañana pueda, pensó esperanzadamente la enfermera y entró a su baño luego de preparar la tina con agua caliente.
Perdida en el éxtasis del agua y la espuma, Silvia no pensó en el resto de las cosas que le atareaba. Recientemente había adquirido una ligera gripe, resultado de sus andadas a las altas horas de la noche, entre el hospital y su casa, los cambios de guardia y los enfermos, era lógico que se enfermara, pero no era algo de vital importancia. Tomaría un analgésico y ya, con eso era suficiente, no podía faltar ahora que tenían tanto trabajo encima, bien sabía que tenía ciertos días de descanso, pero esperaba aprovecharlos cuando fuese de imperiosa necesidad.
El recuerdo del marco que indicaba su condecoración como empleada del mes le estremeció ligeramente. La fotografía fue revelada y ella lucía serena, tranquila, casi irreconocible pasa sí misma. Sus brazos rectos, su postura adecuada y una ligera sonrisa que, en otra época habría sido gigantesca, le daban a entender que estaba despejada y no confundida como se sentía. Además, siempre que la veía, algo en su mente le obligaba a apartar la vista, como si ese puesto estuviese maldito y ella se condenara al ocuparlo.
Tonterías, se reprendió al secarse con la toalla y dejar ir el agua de la tina. Salió del baño, encontró en los cajones de su gaveta el pijama que siempre utilizaba y se vistió secándose el cabello. Simplemente se estaba dejando llevar por la esencia del pueblo. Ella seguía siendo una férrea defensora de lo lógico y lo racional, no podía permitir que la gente le contagiara sus creencias y su ocultismo. Sonrió ligeramente y después de cepillar su cabello un par de veces, para después amarrarlo, la joven enfermera se acostó en su cama para descansar.
Su brillante sonrisa y sus cabellos albinos destacaban a pesar de llevar la cofia puesta. Ella estaba emocionada por un nuevo día de trabajo, acababa de ser nombrada empleada del mes y aquello le llenaba de orgullo. Todos a su alrededor le felicitaban y le deseaban suerte en su día. Hasta Beatriz Carmona, la gruñona enfermera de la sala de pediatría y cuneros, le sonreía al verla pasar, así que sin duda tenía motivos para sentirse así de satisfecha.
—Muchas felicidades Anette—le dijo una gruesa voz y la joven enfermera giró el cuerpo para encarar al responsable.
La figura imponente y seria del Doctor Ivanov la deslumbró. No era un secreto para muchas que el hombre era apuesto, lo suficiente como para tener a más del personal de enfermeras suspirando por él. Anette era una de ellas, pero también era consciente de que el hombre no era libre, tenía una bella esposa y según lo que todos decían, era probable que tarde o temprano ésta estuviese encinta, dándole más vida a ese próspero matrimonio.
—Gracias Doctor Ivanov.
—Es grato saber que este hospital cuenta con joyas como tú—replicó con suave tono y ella se sonrojó con tanto halago hacia su persona.
—No diga más doctor, no he hecho gran cosa.
Alberto Ivanov tomó una de sus manos y besó el dorso de la misma con una encantadora sonrisa. Anette no comprendió el gesto y el hombre ya no dijo nada más, solo se despidió con un guiño. Los recuerdos se volvieron difusos y a lo lejos, una voz nasal, pero a la vez dulce replicaba con obvia molestia.
Editado: 22.07.2018