RENNER
Al despertar, lo primero que logra percibir es el sabor oxidado de la sangre en su lengua, luego las magulladuras que le estremecen las costillas, las piernas y los brazos, adormecidos por mantenerlos extendidos hacia arriba mientras dormía. El suelo frío no ha sido gentil con él. La pared fría le ha endurecido la columna y le cuesta volver a ponerse en pie para poner sus brazos encadenados en una posición que permita a la sangre correr por su torrente, aquella que no ha escapado por la herida, poco superficial, en el abdomen. «Si ese maldito me hubiera cortado un poco más, ya estaría muerto».
Pero no es por él mismo por quien teme. Cada día desde que esos hijos de perra tomaron el baluarte su única preocupación han sido sus hermanas y su madre. No sabe dónde están, o en qué condiciones, cuando pregunta por ellas sólo obtiene bofetadas y azotes que aunque hechas sobre las prendas de vestir le calan la piel y terminan de magullar sus músculos. Seguro debe estar morado como una ciruela debajo de la ropa. «Vendrán a darme de comer pronto», piensa, por la luz escasa que entra por una ventanilla apenas tan grande como un gato, si pudiera acercarse a ella vería dónde está. Ni siquiera sabe qué día es o cuánto ha pasado. «Mis hermanas…»
—¡Alessa! —grita, como de vez en cuando lo hace, esperando escuchar alguna réplica de entre las paredes blancas y azules. «Como si fuesen mármol o cristal», pero el cristal no brilla con la luz del sol ni se retuerce ni parece tener vida propia. «Esto lo hicieron ellos», se convence cada día más. «Están recuperado su poder, y si es así, si son capaces de crear la materia entonces… no tenemos oportunidad»—. ¡Anellisse! ¡Madre! ¡Reiss!
La puerta se desaparece como una lluvia de escarcha dejando mucha más luz entrar de golpe, cegándole. A contraluz la figura del alto fiat lux se define con una silueta negra, hasta que con un par de pasos al frente puede ver las facciones perfectas, masculinas y agraciadas del ser, así como sus ojos azules.
—Silencio, humano. —No grita, él nunca grita ni le dice nada que no sea aquello.
—¿Dónde están mis hermanas? —Exige saber. «Se supone que soy el hombre de la familia, debo cuidar de ellas, me lo encargó mi padre»—. ¿Dónde está mi madre?
De su espalda saca el látigo, dos o tres metros de cola blanca emergen del mango de cristalino aspecto. Lo agita en el aire y lo baja con tanta fuerza y velocidad como Renner recuerda desde la última vez, éste golpe le alcanza el hombro izquierdo y parte de la cabeza, allí sí ocurre un rasguño que hace brotar la sangre.
—¡Maldito! ¡Dale! ¡Otro más! —insiste, porque sabe que aquel sujeto se torna iracundo cada vez que le pide más latigazos, cada vez que le demuestra que no le duele, que no es suficientemente fuerte ni poderoso para doblegarlo—. ¡Vamos! ¡Otro! —Y otro latigazo llega—. ¡Ah! ¡No me dolió! ¡Mi madre golpea más fuerte! ¡Vamos, maldita perra! —Un tercer latigazo le obliga a arrodillarse en el suelo, los brazos vuelven a quedar colgando desde la pared; ese último ha amenazado con arrancarle la oreja y le ha terminado de abrir un pequeño agujero en la cota del hombro izquierdo—. No… No sentí… nada —murmura, pero sabe que él está oyendo, se incorpora y le dedica una sonrisa burlona pese al palpitar de dolor que le recorre el cuerpo.
Un paso al frente da el fiat lux cuando siente la afrenta, se acomoda el látigo con más ahínco y extiende el brazo tomando impulso para el siguiente golpe, sus ropas blancas, impolutas como nieve recién caída, resplandecen con el sol.
—¡Halt! —grita una voz aún más fuerte, detrás de su amigo el reclusorio. El fiat lux se detiene, otro, tan perfecto como el primero, tan alto y tan corpulento como el mismo, se acerca a hablarle en esa lengua tan rara que Renner no entiende. Las orbitas del reclusorio se abren de par en par y asiente con firmeza, volviendo a guardar su látigo y dejando la celda. El otro, el desconocido le dedica una mirada por sobre el hombro, como si fuera mierda mojada.
—¡Espera! ¿Dónde está mi familia? ¿Están bien? —insiste, de rodillas aún. El extraño se detiene y gira con frialdad, sus ojos azules brillan más a contra luz, más que el sol mismo.
—No te preocupes por ellas, se reunirán pronto, en la paz del Creador.
ARESTYS
La sinfonía de la naturaleza nocturna es interrumpida por estallidos aleatorios y esporádicos en las más lejanas líneas de defensa y órdenes dadas a gritos, bélicos asienten a su paso por aquellas calles de azules baldosas y le abren camino por las líneas de campañas blancas y grises, a la derecha, las dos grandes campañas médicas son fuente de gemidos, gritos y alaridos incesantes por igual.
—¿Por qué no han movido ese camión? —inquiere ella al ver el vehículo estacionado junto a las campañas, a su lado Lyan también enfoca el vehículo—. Se dieron órdenes de no exponerlos.
—Lo averiguaré, Arestys. —Asiente su amigo y hermano de armas, haciendo que los mechones de cabello castaño obscuro se le mesan en las sienes, acercándose a los hombres que rodean tal camión mientras ella intenta revisar una vez más la pequeña pantalla que el holograma de pulsera despliega, pero no encuentra ninguna notificación de sus segundos y terceros hombres, ninguna noticia nueva. Ansiosa, preocupada, con los ojos negros bordeados por gruesas ojeras grises y el cabello lustroso por la falta de aseo se acerca ella misma a los hombres del camión, a su lado sus escoltas le siguen el paso. Los hombres entorno al camión dejan su trabajo al verla venir, Lyan también la enfoca.
—¿Qué pasa aquí? —insiste, impaciente. Los ojos verdes de Lyan, adornados con motas amarillas se profundizan—. Tienen que mover éste camión.
Un grito de agonía proveniente de la campaña médica más cercana interrumpe brevemente a su Primer Hombre. El aire está impregnado con los olores de la podrición y sangre de aquellos hombres que esperan a vivir o a una muerte que les llega lenta y dolorosamente, la brisa invernal se encarga de que el olor llegue hasta su campaña privada todas las noches, como aquella, cargada de corrientes frías.