Kastira sabía que aquello debía terminar, y pronto, o uno de los dos se vería herido,
o peor, muerto. Pero cada célula de su cuerpo le exigía con determinación escurrirse por la
noche entre las umbrías del baluarte para encontrarse con el amante prohibido mientras el
Señor se ausentaba en sus largas jornadas de viaje y laburo.
—Si nos descubre nos va a matar—susurró Kastira, interrumpiendo el beso furtivo y
pasional para proferir los pensamientos que la agobiaban.
—No nos descubrirá, no te preocupes. Nadie sospecha de nada. —Él continúo asido
de uno de sus turgentes pechos por sobre la seda del camisón de dormir, sosteniéndola por
las caderas contra el borde de la cómoda para sentir la tibieza de su sexo entre las piernas.
La habitación testigo de su libido, era una de las estancias para los lacayos—. Kastira…
Suspiraba su nombre, llenándose con los flujos de su cuerpo, introduciéndose en
ella con la pasión contenida de muchos días, días en que la veía al otro lado del comedor,
días en que le sonreía y la besaba en la mejilla para mantener la máscara, días en que debía
tratarla con tanto respeto, con tanta frivolidad, como a una hermana, como a una extraña,
como a una mujer prohibida.
Al término del acto, los golpeaba la culpa, el miedo, la sensación de que aquello era
una traición. ¿Cómo podrían continuar viviendo bajo el mismo techo, pretendiendo para los
demás? ¿Cómo, con tanto amor y pasión por dentro, podrían ser simplemente hermanos,
aliados?
Aquella pasión, aquel amor los habría de matar a menos que lo frenaran a tiempo.
Era muy tarde, sin embargo, porque la semilla de su amante había germinado hacía dos
semanas dentro de su vientre y una nueva vida existía en su interior. Un bastardo.