Diez años de edad
Estuvo esperando toda la semana a que llegara el veintitrés de febrero y, con él, su cumpleaños número once. Su madre rentó brincolines inflables para su fiesta, los globos en cada rincón decoraban el sitio, y un pastel de chocolate se refugiaba en lo más alto de la repisa para alejarlo de los dedos de las criaturas traviesas. También había una mesa llena de regalos con moños de colores en la entrada, y otra repleta de diferentes tipos de dulces. Todos los asistentes estaban arremolinados en esa zona, parecían hormigas.
Escuchaba las risas de todos sus amigos del colegio, pero la única que quería ahí era Carlene. Quería enseñarle a andar en patineta y empezar el partido de fútbol cuando llegara.
¿Por qué tardaba tanto? Solo tenía que cruzar el césped. Ir por ella a escondidas lo tentaba, pero decidió resistir un poco más.
El timbre resonó, anunciando que alguien más había llegado. Corrió hacia la puerta, desesperado.
—¡Alto ahí, jovencito! —exclamó Rachel, persiguiendo al pequeño tan rápido como pudo. Dave se detuvo antes de que su madre lo castigara por abrir sin su permiso.
Abrió y la señora Sweet apareció en su campo de visión con una gran sonrisa que a veces le parecía escalofriante. Detrás de ella, una linda niña de ojos miel se asomó, no pudo reaccionar.
Su amiga dejó de esconderse, pudo ver el lindo vestido rosa floreado que estaba usando. Llevaba su largo cabello trenzado, adornado con pequeñas florecillas, era como un jardín marrón. Parecía una hadita, era la criatura más hermosa del lugar y sus alrededores.
Carlene dejó que sus comisuras ascendieran hasta crear una sonrisa extensa. ¿Cómo no había visto esa sonrisa antes? Se acercó a su amigo tímidamente y le dio un gran abrazo.
—Finge que no me veo ridícula, mi madre me obligó —pidió. Él sabía que Carly odiaba los vestidos porque no le permitían jugar como quería. No lo entendía, lucía tan bien que se le habían ido las ganas de empezar el partido. Se quedó ahí, pasmado, mirándola.
Carly aprovechó su mudez para tenderle una cajita de terciopelo negro, él la tomó y quitó la tapa. Un pequeño colguije de plata apareció ante sus ojos, era un óvalo, pero parecía otra cosa.
—Tengo uno igual. —Carly le mostró una cadena idéntica que colgaba de su cuello y le dio vuelta, una fotografía de ellos abrazados se encontraba ahí. Sonrió y, con rapidez, colgó el regalo de la misma manera y la miró de nuevo—. ¿Qué?
—Cuando seamos grandes te vas a casar conmigo —declaró.
Carlene frunció el ceño, no estando de acuerdo con él.
—Por supuesto que no —torció, indignada.
—¿Por qué no?
Carly miró el techo, pensativa, buscando un pretexto coherente que justificara su negativa. Enrolló en sus dedos un mechón de su cabello libre y arrugó sus labios. Terminó chasqueando la lengua.
—Porque no sabes encestar de espaldas en la canasta. —Movió la cabeza como si fuera algo obvio.
Dave aguantó la risa, la miró de nuevo, se removió con incomodidad visualizando a todos los niños que iban de un lado a otro. Su fiesta de cumpleaños no estaba resultando como había pensado. Creyó que iba a salir al jardín a jugar con sus amigos y con Carlene, pero no deseaba irse muy lejos. Este chico, Paul Grant, no dejaba de contemplarla como un odioso venado encandilado. Dave quería pedirle que dejara de hacerlo porque lo ponía nervioso.
Carly bajaba el faldón de su vestido con más frecuencia de la necesaria y apretaba la tela con sus puños. Su ceño estaba fruncido y su frente arrugada, tanto que temió que se quedara ceñuda siempre. Se veía adorable, incluso así.
Rio para sus adentros porque sabía que no le agradaba ser inspeccionada, sin embargo, se dio cuenta, sus gestos de enojo se intensificaron, su mirada miel llameó y se volvió anaranjada. Las cejas de D salieron disparadas, nunca se molestaba con él, excepto aquella vez que aplastó a su mascota. No quería pisar ese pollo, en realidad, pero nunca le creyó.
—¡Deja de burlarte de mí! —exclamó y giró la cabeza hacia otra parte, indignada.
—No me estoy burlando, luciérnaga —aseguró, volvió a enfocarlo. Entonces, su cara se relajó un poco y sonrió.
—Detesto esta cosa. —Señaló su atuendo con la nariz arrugada—. No hemos podido hacer nada divertido, creo que deberías ir a jugar tú.
Hizo una mueca que lo hizo reír en voz alta. Jamás la había visto usando un vestido, mucho menos de ese color. Seguramente Ginger, su madre, la había obligado a ponérselo. La señora Sweet se dedicaba, la mayor parte del tiempo, a exigirle cosas a Carlene.
—Te ves bien, parece que a Paul le gusta. —Señaló al chico al otro lado de la habitación, que se sonrojó, sus cachetes parecían dos tomates. Llevó su vista hacia él y se puso pálida, negó fervientemente y se levantó de un saltito.
—Paul se comió un saltamontes una vez. —Se retorció con asco, él volvió a reír.
Era un buen chico, solo que su amiga había quedado traumada desde el día que se metió el insecto en su boca en el patio de recreo, así que evitaba acercarse a él.
Rachel gritó que era tiempo de partir el pastel, todos corrieron hacia la mesa; era de chocolate y tenía muchas chispas de colores. La gente a su alrededor entonó una canción para desearle feliz cumpleaños. Después de dar una pequeña mordida y de que Carly fuera regañada por Ginger al querer llenar su cara de betún, la madre de Dave cortó el postre.
Una vez que tuvieron los platos llenos de tarta de chocolate, los dos corrieron al exterior de su casa, justo debajo de la casa del árbol que hacía años que no usaban. Se sentaron en el suelo
y empezaron a comer en silencio.
Algunas cosas habían cambiado últimamente, desde el día que Rachel empezó a molestarlo diciendo que Carlene le gustaba. Le gritó que era mentira, pero sus mejillas se colorearon y se pusieron muy calientes, así que la idea rondaba en su cabeza.