Tras la cena en el departamento de Ángela (cocinada por ella, cabe destacar, pese a las insistencias de Adriano; a Nero le pareció increíble lo que se puede lograr con un par de bonitos ojos celestes), el menor de los Piccolini se había excusado con que acompañaría a su hermano hasta la salida. Mientras bajaban por el ascensor, Adriano le lanzó una mirada de reojo a Nero, quien mantenía la cabeza gacha. Sabía que estaba esperando a que le reprochara algo, así que ¿por qué hacerlo esperar? Tras carraspear la garganta, murmuró:
—Así que… Ángela sabe que nuestro padre murió, ¿eh?
Su respuesta fue inmediata, como si la hubiese estado ensayando mentalmente:
—Adriano, yo te quiero. Pero, realmente, nunca vuelvas a pisar Manhattan. ¿Entendido?
Las puertas del ascensor se abrieron y el primero en salir fue Nero. Era casi medianoche y a pesar de la época, el frío no calaba demasiado hondo. Durante aquella cena aprendió varias cosas. Como él no era demasiado prestado al diálogo constante y soso, jamás había notado la increíble capacidad de conversación que tenía Ángela. ¡Ella y su hermano literalmente no habían cerrado la boca por más de dos horas! ¿Y lo más impresionante de todo? Al menos el sesenta por ciento de lo que había dicho Adriano eran mentiras. Sin preparación ni ensayo previo se había inventado una agradable infancia, jugando y viviendo en una modesta casa a la ribera del río Columbia, en Portland. Hasta le había dado el toque despilfarrando maravillas sobre una supuesta tortuga llamada Carrie, pero que no era Carrie del nombre, sino proveniente del diminutivo de carrot porque, al parecer, a esta tortuga le encantaban las zanahorias. ¿Una tortuga puede comer zanahoria? Lo dudaba mucho. Pero Ángela no había hecho preguntas. De hecho, había hecho muy pocas preguntas. Se comportaba como cuando ella y Nero se conocieron: sacando a relucir temas de escaso a nulo atractivo (pero que ella sabía cómo condimentar), riendo suavemente y tapándose la boca con la servilleta al hacerlo. Incluso la había pinchado un par de veces con comentarios bordes y sarcásticos pero nada.
Juraba que podría haber vomitado con esos “oh, Nero, hoy estás más gracioso que de costumbre” absolutamente deficientes de honestidad.
—Hablo en serio, Nero —insistió Adriano, ya con un pie fuera del edificio—. ¿Por qué sabe que papá está muerto?
—¿Porque se lo dije? —murmuró, irónico, encogiéndose de hombros.
—¿Y por qué se lo dijiste?
—Porque pensé que serviría para generar empatía en ella. ¿Y adivina qué? Funcionó —espetó, ligeramente agresivo—. La niña come de la palma de mi mano. Me la he metido dentro de la bolsa en menos de un mes. Así que creo que los métodos que elija no importan, porque al fin y al cabo funcionan.
—¿Ah, sí? —Adriano se cruzó de brazos—. Porque estuve observándola durante la cena, y más que idolatrarte parecía evitarte.
—Las mujeres son así, hermano. —Una sonrisa se ensanchó en su rostro—. Ciclotímicas. Raras. Demandantes. Pero aun así las queremos, ¿verdad? —Riendo, le palmeó el hombro.
Pero Adriano estaba serio.
—¿Para cuidarlas o para follarlas?
—Eso depende.
—¿Acaso quieres a mamá, Nero?
El menor de los Piccolini frunció el ceño, repentinamente tenso.
—Andrea fue…
—Oh, Dios, ¿ni siquiera eres capaz de decirle “madre”? —dijo Adriano, exasperado—. ¿Cómo puedes seguir odiándola así? ¡Ni siquiera vive!
—¿Cuál es la diferencia? ¿Acaso la muerte absuelve todos tus errores con un chasquido? —Se acercó a su hermano y bajó la voz—. Viva o muerta, no me interesa. Sus acciones permanecen.
—Nero, ella estaba enferma. No puedes juzgarla como si de una persona sana se tratase.
—Sana o enferma ella se llevó con su cobardía la vida de alguien más. ¿No lo ves, Adriano? Esa mujer no sólo nos quitó a nuestra madre, sino que también asesinó a una inocente.
Silencio. Adriano mantenía los ojos fijos en la acera. Nero bufó, caminando inquieto en distintas direcciones, y acabó por detenerse frente a su hermano. Colocó una mano sobre su hombro y lo miró.
—Oye, no discutamos una vez más sobre esto. Es algo en lo que jamás nos pondremos de acuerdo. Eres la única familia que tengo, ¿sí? Y estás vivito y coleando. —Sonrió, palmeándole el brazo—. No quiero perderte también a ti.