Christian O'Brien.
Los lindos días y las tardes tranquilas terminan en la entrada de mi cuarto. Es cómo si volviera a mi propia realidad, caer de tu propia nube repleta de mentiras para esconder cada vez que te sientes quebrado.
Sentado en medio de la cama, sábanas blancas, almohadas color vino sostenían mi dolorida espalda. Frente a mí una bandeja de plata repleta de pastillas y un polvo blanquecino esparcido en línea recta; en mi mano derecha un porro recién preparado y en la otra un vaso con hielos y tequila al natural. Mis ojos mirando al frente visualizando mi desagradable imagen. Además de unas ojeras que se veían más moradas que negras, también me encontraba desarreglado, triste y con la mirada apagada.
Vestía sólo un bóxer gris, lo demás estaba al descubierto. Analizaba cada centímetro de mi piel, algunas con marcas de golpes, cortes, arañazos, besos, caricias y chupetones. Totalmente contaminado por las sustancias dañinas que ahora recorrían mis venas. Sin más estas me tranquilizaba, pero estoy consciente de que no me hacen bien.
Al final del día sigo siendo el mismo Christian; aquel niño que lloraba todas las noches, aquel niño que corría con su madre para que lo protegiera y ella ni cuenta se daba de que yo estaba ahí. Sigo siendo aquel chico que le falta amor y solamente quería un abrazo. Al final soy el verdadero Christian y no esa máscara de hombre mujeriego.
«Vamos Christian, eres fuerte. Mira la edad que tienes y todo lo que has logrado. Estás avanzando, aunque nadie te felicite por eso. Bueno si, tu hermano pero vamos un paso más, sólo uno más»
Quisiera creerme esas palabras que sonaban en mi cabeza, quisiera de verdad sentirlas y darme más valor para levantarme un día más. Pero esto ya parecía disco rayado.
—No necesitas que alguien te diga lo bueno y lo malo que haces. —Entra Matt portando únicamente su pantalón blanco para dormir. El cabello lo tenía húmedo, gotas resbalaban por sus hombros y pecho. Supongo que se acaba de bañar—. Ya es demasiado, hermano.
Quita la bandeja de la cama y la deja en la mesita de noche.
—Perdón. —Me sorprendió escuchar el hilo de voz que tenía.
—No tienes porqué pedir perdón, no es tu culpa sentirte así. —Toma todo lo que había en la bandeja y lo tira en un pequeño cesto al lado de mi mesita de noche—. Hace rato estás más que feliz por haber estado todo el día con Deryl. ¿Qué pasa?
—Nada, sólo recuerdos. Arruinan la noche. —Volteo y miro al espejo. Parece cómo si cada que lo hiciera me tendría que dar lastima mi propia imagen.
—Te escucho. —Limpia sus manos con su pantalón quitando los residuos de aquel polvo y se sienta en la orilla de la cama.
Tome una bocanada larga y muy profunda de aire para dejar que mis sentimientos se externacen, esperando que aquella acción liberara un porcentaje de mi mente.
—¿Por qué nunca me dijiste la razón por la cual nos fuimos de la casa? —Giró la cabeza hacia otro lado.
Mis ojos en ese momento se cristalizaron, una parte de mí no quería escuchar la explicación que me daría Mateo pero la otra la necesitaba. Necesitaba superar esta razón para seguir estancado en el mismo lugar.
—Eres un niño, Christian. Trataba de conservar la poca inocencia que te quedaba y que nadie la atormentara —su voz sonaba cómo si quisiera describir los hechos—. Tu tenías 8 años y yo 10 años…
«—Mamá, ya tengo hambre.
Un pequeño Matt con voz temblorosa ya había parado a un lado de su madre, sus pequeñas manos sobaban su panza la cual rugía con intensidad. Eran las seis de la tarde y su madre les había prometido comer desde las diez de la mañana.
—En un momento llegará tu padre y ya les daré de comer —contesta “amablemente”—. Háblale a Christian, en un momento más les sirvo.
Su cara parecía de fastidio cada que sus hijos pedían de comer.
“Si tienen tanta hambre, que tomen algo del refrigerador”.
Era lo único que siempre pensaba. Lo único que le importaba era que su amado esposo llegara y le diera un par de billetes para poder comprar algo de éxtasis o cocaína.
Las pequeñas pisadas resonaban por aquella casita de madera dando señal que ya iba corriendo por su hermano menor, por fin comerían después de un largo día.
—Ya a comer, papá ya va a llegar —dice con alegría.
Recorre las cortinas dejando ver a su pequeño hermano cobijado hasta el cuello, estaba temblando. Su tez era demasiado pálida, los labios los tenía resecos y blancos por la falta de hidratación, la temperatura en su cuerpo se había elevado demasiado causándole algunas alucinaciones. Los suficientes para asustar al pequeño.
—Tengo frío —contesta Christian al borde del llanto—, no me quiero parar, me duele mi cuerpo.
—Si no comes te seguirá doliendo el cuerpo —responde asustado. Le asustaba el estado de su hermano—. Papá se enojará si no te ve en la mesa.
—Está bien —responde aún más triste—. ¿Me ayudas?
(…)
—Y bien, ¿cómo les fue en la escuela? —Pregunta su padre.
Un hombre alto, castaño al igual que Christian, ojos negros opacos, bastante joven para ser padre, complexión robusta, mirada seria y siempre recto. Había quien decía que era un hombre ejemplar y que tenía buen gusto para vestir.
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Editado: 09.03.2024