Con los primeros rayos del alba Olaya abandonó mi dormitorio con la delicadeza de un cocodrilo en una huevería. Lo normal teniendo en cuenta sus dimensiones. La lechuza iría a hacer sus cosas, buscar ratoncitos para el desayuno, tiernas crías de ardillitas para media mañana... cosas de animales.
Dediqué unos minutos de paz a observar el horizonte desde mi cama. Mi personalidad era reflexiva hasta anudarme la mente. Podía pasarme horas teorizando sobre un mismo concepto desde diversas expectativas. Y aún así, no daba con la ecuación en la que "lo que ocurría con el rubio" no acabara en tragedia. Pero me resultaba imposible. Tendría que decidir si seguirle el juego o hacerme la estrecha hasta ser cansina y que desapareciera como todos los pretendientes previos. Mi mundo era demasiado complicado. ¿Dónde le iba a decir que iba cada vez que saliera a las cinco de la mañana de su cama? Porque yo quería estar en su cama, eso ya lo tenía claro. Sin embargo, estaba en la mía y acompañada de Tasi y sus ronquidos ultrasónicos.
—¡Chochona! ¡Despierta!
La pobre se cayó de la cama abriendo los ojos como platos y sacó un machete de algún lugar desconocido.
—¿Qué haces loca? ¡Guarda eso!
—Mierda, Daniela. ¡Pedazo de cabrona! Pensé que eras "la masa" con forma de polla gigante y estaba decidida a cortarte los huevos.
Su voz gangosa diciendo esas tonterías me producía más pena que risa.
—Vístete, zorrona borracha. Anoche me quedé sin polvo por tu culpa y ahora me confundes con una polla deforme. Yo también te quiero, ¡pero lejos!
Le saqué la lengua y abandoné la habitación directa al baño para asearme un poco. Y sonreí abiertamente, Tasi era mi talismán del humor. La quería más que a mi vida. Tanto como a mi padre. Por ambos daría mi vida y no estaba preparada para sumar a nadie más, por mucho que revolucionara los electrones de mis células hasta la auto combustión.
Media hora después nos habíamos tomado un capuchino y medio bizcocho de chocolate cada una. Las penas con calorías son menos; seas humano, mago o medio raro. Salimos de casa y caminamos casi cinco kilómetros hasta acercarnos al miembro más próximo de la manada. En cuanto sentí su presencia me transformé en una loba blanca y gris. El animal vagaba libre en el bosque mientras yo no la necesitaba, mi unión con ella era menos íntima que la que describían mis compañeros de la manada. Nada que ver con mi aitai. El animal era servicial y mostraba una gran pericia como compañera pero no sabía más de ella que el tiempo que compartíamos. Solo eso. Vivir como un animal salvaje te da una perspectiva del mundo que dista mucho del materialismo y el estrés de la urbe. La ley del más fuerte, la obediencia al rango, el consumo justo y el respeto a la naturaleza primaban. En más de una ocasión fueron los principios del animal los que me salvaron el pellejo ante Cánavar y Morrison. Ella tomaba el mando cuando mi corazón protestaba por la obcecación de la dictadura, o cuando estaba frustrada. La llamaba María y a ella no le importaba. Ella amaba descansar junto al arroyo, la conocí junto al Gran Roble.
Aquel día volvimos a compartir el tiempo de descuento.
En aquella guardia me acompañaban Rebeca y Ratza. Rebeca era de mi edad así que Ratza era la voz de mando.
En Fragas de Eume el verde jada de los helechos era una masa impenetrable solo acompañado por el golpe insistente de diminutos corazones calientes: ratones, topos... también los había fríos como los de las víboras hocicudas o los alacranes. El fluir continuo del arroyo, la brisa sutil entre las ramas del abedul. En la noche sin Luna el bosque es un entorno triste, ni las sombras tienen color. Todo es negro como un escondite perfecto para los secretos. Cuando la Luna no está el único que no ve es el humano, el animal es capaz de leer señales, escuchar, olfatear el viento y aprender hasta sobrevivir. En el cuerpo de María nada esconde la naturaleza, todo es revelado como las verdades de Moisés. No en vano, Olaya también era una cazadora nocturna y mi loba era salvaje e indomable. No hay compasión en la naturaleza.
Buscábamos señales de cambio. Nos deslizábamos sigilosas bajo la sospecha de un ataque, de un olor diferente, de una trampa. Era así desde que nos encontramos con el lobo negro, la tranquilidad se había esfumado. Y como todo lo que va mal puede empeorar... estaba aquí. Como el olor de la muerte la esencia del lobo negro nos puso en guardia. Mi loba tiraba de mí tras su rastro, la lechuza acechaba y yo desconfié. Aún podía sentir la textura de su piel entre los dientes de la loba y el sabor de su sangre me producía repelús. A pesar de patrullar separadas por casi un kilómetro de distancia habíamos acabado juntas inquietas por el mismo rastro.
En el silencio de la noche una vibración sutil recorrió el suelo bajo nosotras y aumentó su intensidad mientras unimos filas ante la amenaza. La hierba era pisoteada y su olor impregnaba la noche. La vibración creciente comenzó a acompañarse dee sonidos lejanos, como si una manada de elefantes corriera en nuestra dirección.
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Editado: 11.11.2018