El cielo comenzó a tornarse triste; grisáceo, con nubes densas y amenazantes, así que aceleró el paso.
—¡Emma! —la saludó su vecina, mientras podaba un arbusto.
—¿Cómo está, señora Silver?
—Jenny. El señora me hace sentir vieja. —Acarició su vientre—. Y estoy bien. Con los malestares del embarazo, pero bien… Y tú, ¿todavía en clases?
—Sí, pero ya mañana terminamos.
—Qué bueno, así descansas. —Emma quiso soltar una risita; como si descansar fuera posible en su casa.
Se despidió de su vecina y continuó su camino. Desde afuera se escuchaba el alboroto que tenían sus hermanos; la energía de esos niños parecía no tener fin. Abrió la puerta y a la primera que vio fue a Lucy, esa rubiecita de ojos café, la más pequeña de sus hermanos, gateaba sobre la alfombra.
Después se encontró con la figura de Ronnie, echado en el sofá, como siempre.
—¡Emma! —gritaron al unísono Erick y Matías, sus otros dos hermanos, y corrieron a abrazarla.
—¿Dónde estabas? —espetó su madre, desde la enorme ventana que conectaba la cocina con la sala.
—Fui a la playa —contestó.
—Pero hay que ver que eres desconsiderada. —Su madre le dio una calada al cigarrillo—. Con tanto que hay en esta casa y en vez de venirte de una vez, te vas a la playa.
—No te enojes, ma... Ya estoy aquí. ¿En qué te ayudo?
—Ve a recoger la ropa que parece que va a llover —ordenó.
Cuando Emma estuvo afuera, el sol había desaparecido por completo tornando el espacio sombrío. Una fuerte brisa se llevó consigo un par de prendas; una cayó en el suelo, otra, la camisa preferidas de su madre, al patio de Jenny.
Genial, ahora tendría que ir a casa de su vecina.
Soltó un bufido y recogió el resto de la ropa, dejándola segura sobre la mesa del porche trasero. Apoyó las manos sobre la valla de madera y se puso en puntillas; la camisa estaba lejos.
Y si mejor…
Subió al árbol de mangos y se sentó en una de las ramas que daba a al patio de su vecina, desde allí se podía ver perfectamente la casa de Jenny. El protector de la puerta trasera estaba cerrado y en el pasillo no se veía a nadie. Seguramente todavía estaba en el frente, podando sus arbustos.
Podría saltar, ir por la camisa y volver sana y salva, ¿no?
Dudó.
¿Y si algo salía mal? ¿Y si su vecina la descubría y se molestaba por lo que había hecho?
Tonterías. Además, solo sería un momento. Nadie la vería.
Saltó.
Miró a su alrededor; el césped era de un verde brillante que hasta daba lástima pisarlo y en el centro, como una especie de monumento, había un rosal de flores blancas.
Buscó la camisa.
Hubiera podido marcharse, así, como si nada, pero siempre fue una chica curiosa. «Un día estos esa curiosidad te meterá en problemas» le dijo su madre. Y las madres raras veces se equivocan. Emma le dio otro vistazo a la casa, era la más lujosa del vecindario, no era un secreto para nadie que aunque Jenny se dedicaba a ser ama de casa, su esposo era un prestigioso periodista al que le pagaban por escribir sobre viajes.
Caminó despacio por el lateral de la vivienda, solo quería saber cómo era la casa por dentro. Verla más de cerca. ¿Qué tenía eso de malo?
Se detuvo de súbito al encontrarse con una ventana de vidrio; dentro, en lo que parecía ser la habitación de las herramientas, estaba Jenny. Su vecina posó las tijeras de jardinería sobre una mesa y se giró, quedando frente a un antiguo escaparate que contenía un espejo de cuerpo completo. Seguidamente, se acarició el vientre. Emma, que la veía de perfil, pudo distinguir una sonrisa vaga en su rostro, sonrisa que se extinguió cuando aquellas manos, pequeñas y pálidas, se trasformaron en puños que golpearon salvajemente su vientre.
Pero… ¿Qué hacía?
La señora Silver, sumergida en un mar de sollozos y gritos, metió la mano debajo de su blusa y extrajo algo que lanzó al suelo.
De inmediato, su vientre se hizo plano.
Emma, con la boca abierta, dirigió su mirada al suelo y se encontró con aquel objeto de forma redondeada que simulaba su embarazo.
Un nuevo quejido de su vecina la hizo salir de sus cavilaciones; aquella mujer agarró las tijeras y después de dejarse caer en el suelo, las clavó repetidas veces sobre aquel objeto que simulaba su embarazo.
Entonces, el sorpresivo rugir de un trueno hizo que Emma soltara un grito, quiso callarlo con sus manos, pero fue demasiado tarde. Se apoyó en la pared, ocultándose, y oyó los pasos de su vecina acercándose a la ventana. La mujer intentó abrirla, pero no pudo: estaba trabada.
Después hubo silencio.
Emma esperó… Dos segundos… tres... cuatro.
Volvió a mirar en la habitación: Jenny no estaba.
El sonido del protector de la puerta de atrás la golpeó tan fuerte como las gotas de lluvia que comenzaron a caer.