SIENNA
El filo de mi daga resplandecía con la luz pálida de la luna mientras me movía entre las sombras del bosque. Mi respiración era un eco suave en la noche, acompasada con los latidos acelerados de mi corazón. Dos meses. Dos malditos meses de entrenamiento brutal, de sangre y de muerte. Bastian me había moldeado con paciencia y crueldad, puliendo lo que mi padre había creado en mí: un arma.
Yo siempre había sabido matar. Pero con Bastian aprendí a perfeccionarlo, a convertirlo en un arte. Su sonrisa encantadora y su porte seguro escondían la misma oscuridad que ardía en mis entrañas. Éramos iguales en eso. Letales. Disfrutábamos el juego de la caza, aunque él nunca lo admitiría.
Mientras yo me convertía en la asesina de la Corte Tierra, Astrid florecía en su propio mundo. Mi hermana era un imán. Todos gravitaban hacia ella en el castillo. La querían, la adoraban. Era imposible no hacerlo. Si yo era filo y sangre, ella era luz y risa. Una mariposa social que encontraba hogar en cada corazón que tocaba. Y aunque yo llevaba la muerte en mis manos, hubiera dado mi vida sin dudarlo por ella.
El estruendo sacudió la habitación de pociones y un humo espeso comenzó a filtrarse por la puerta.
De repente, la puerta se abrió de golpe y Astrid salió corriendo, tosiendo y riendo a la vez, con las manos cubiertas de hollín.
—Tranquilo, gruñón —dijo, dirigiéndose al Curandero, que emergió tras ella con una expresión de absoluta exasperación—. Solo nos descachamos un poquito.
Bastian, apoyado contra el marco de la puerta, observaba la escena con una mezcla de diversión y resignación.
Astrid sacudió las manos y sopló el aire con fuerza.
—No recomiendo que huelan eso —añadió con una sonrisa traviesa.
Cruzando los brazos, la miré con incredulidad.
—¿En serio, As? ¿Vas a matarte y, en el proceso, incendiar todo el castillo?
Astrid se encogió de hombros, ignorando mi tono de advertencia.
—Tranquila, Sisi, estamos perfeccionando un veneno. Te dará mucha ventaja contra esos monstruos feos, ¿cierto, amigo? —giró hacia el Curandero con una sonrisa dulce.
Él simplemente negó con la cabeza, con la paciencia de alguien que había soportado demasiado tiempo la presencia de Astrid en su laboratorio.
Bastian soltó una carcajada baja mientras la observaba con gracia.
—Definitivamente eres un peligro mayor dentro del castillo que fuera de él —dijo, con ese tono encantador que le salía tan natural.
Astrid solo le guiñó un ojo antes de volverse hacia mí, sin dejar de sonreír.
Pero el entrenamiento no esperaba. Apenas unas horas después, ya me encontraba en el bosque, con el peso de mi daga firme en la mano. La hierba crujía bajo mis botas cuando me detuve, el aroma a tierra húmeda llenando mis pulmones. Un sonido gutural resonó entre los árboles.
Lo había encontrado.
La criatura emergió de la penumbra, su cuerpo negro y viscoso reluciendo bajo la tenue luz, cubierto de una baba resplandeciente. Decenas de dientes afilados brillaban en su boca. Sus ojos ámbar me atravesaron con una mirada depredadora. Sabía que existían, pero nunca había enfrentado a uno sola. Siempre habían estado Astrid y los demás a mi lado, con cuchillas listas y estrategias compartidas. Pero ahora, estaba sola. Imprudente por haberme adelantado a Bastian, al capitán y a los otros soldados. Seguí una pista y me alejé demasiado. Ahora estaba en esta parte del bosque, casi en la frontera con otra Corte, sin nadie que pudiera ayudarme si todo salía mal.
Un gruñido me heló la sangre. No era solo uno.
El segundo Nimbaris emergió de las sombras, más grande, más salvaje. Mis posibilidades de salir con vida se reducían con cada latido. No tenía tiempo para dudar.
Me impulsé hacia un árbol y trepé con rapidez. Desde arriba, tenía ventaja. Saqué mi arco y disparé una flecha impregnada con el veneno que Astrid había preparado. El dardo silbó en el aire y se hundió en la piel viscosa del primer Nimbaris. La criatura rugió, tambaleándose, pero no cayó.
El segundo ya venía tras de mí. Salté de la rama en el último instante, cayendo en el suelo con un giro rápido. Mi cuchilla destelló cuando la hundí en la base del cuello del primer Nimbaris, justo donde el veneno ya hacía su trabajo. Su cuerpo se desplomó con un gruñido agonizante.
Pero no tuve tiempo de celebrar. Un dolor agudo atravesó mi pierna. El segundo Nimbaris me había alcanzado con sus garras. Grité, pero apreté los dientes, obligándome a mantenerme en pie. Mis cuchillos eran una extensión de mi cuerpo. Atacaba con precisión, golpe tras golpe, esquivando por instinto, mis movimientos afilados como el filo de mis armas.
Me lanzó un zarpazo, no para matarme, sino para sujetarme. Intenté esquivar, pero su fuerza era abrumadora. Me sujetó por el brazo y tiró de mí, sus garras presionando pero sin desgarrar. El aire se llenó con un aroma extraño. Mi aroma. Algo en mi interior se estremeció cuando sus ojos ámbar se ensombrecieron. No era rabia. Era otra cosa.
¿Por qué? ¿Por qué no me estaba matando?
Mi mente giraba buscando respuestas mientras forcejeaba con todas mis fuerzas. Y entonces, en el fondo de mi ser, supe que algo en mí había cambiado. Algo que los Nimbaris reconocían.
Criaturas nacidas del propio equilibrio, creadas para destruir aquello que se salía de control dentro de las Cuatro Cortes. Se decía que había sido un castigo de la naturaleza cuando el poder de los lords se volvió demasiado grande. Desde entonces, ellos acechaban, esperando el momento adecuado para restaurar el balance.
Cuando la criatura se giró para atacarme de nuevo, ya había lanzado mi cuchillo.
El acero se hundió en su garganta.
El Nimbaris se tambaleó, su aliento saliendo en un siseo entrecortado. Pero cuando me acerqué para rematarlo, la criatura alzó la mirada y susurró algo en un idioma desconocido.
El Nimbaris siseó algo en su lengua gutural: "Vesh'an dorai'ka thun'kai..."