Madre Del Caos

Capítulo 28: Sentencia

Sienna

Arreglarnos para una cena que sé muy bien no será agradable no debería ser divertido, pero lo es. O al menos, lo es por una sola razón: Astrid. Mi hermana lleva toda la mañana hablando hasta por los codos, discutiendo con Agnes si prefiere trenzas sueltas o recogido imperial, que si su vestido es demasiado rojo, que si sus labios deben ir a juego con la amenaza que planea sonreírles esta noche a los diplomáticos. Yo debería estar más tensa, más enfocada, pero la verdad… verla así me arranca una sonrisa que no me esperaba.

Nos dan un baño largo, larguísimo. Una especie de ritual líquido en una bañera enorme tallada en piedra viva, con pétalos flotando, aceites que huelen a lavanda y algo más profundo, quizás savia. Arreglan el desastre de nuestros cabellos, meses de enredos y tierra y noches sin descanso. Nos liman las uñas, nos maquillan los ojos y hasta nos perfuman con esencias florales que ni siquiera sabía que existían.

Y entonces nos entregan los vestidos. Un regalo, claramente enviado por Bastian.

El mío es hermoso. Fluido pero firme, de un verde tan profundo que parece arrancado del bosque justo antes de llover. Tiene capas suaves como hojas nuevas y el corte perfecto para correr, saltar, pelear. Funcional, como debe ser. Pero eso no le quita su aire de reina. Puedo sentir la fuerza en cada costura. Y sé que puedo esconder mis dagas con facilidad.

El de Astrid, en cambio, es más ostentoso. Como ella. Un rojo oscuro, casi vino, con un corsé negro bordado en espinas plateadas y mangas vaporosas que se abren como alas. Es funcional también, claro, pero brilla. Y a ella le gusta brillar.

—Me quejo, pero... me está gustando esto —le susurro a Astrid mientras ajusto una daga a mi muslo.
—Obvio que te gusta, llevas años negándote el derecho a sentirte hermosa —me responde mientras se mete dos viales de veneno en el escote como quien guarda dulces.

Debajo de mi vestido llevo Lengua de Tilo, atada firme al muslo. En mis botas, otras dos dagas. Astrid, además de los viales, oculta una daga en el corsé y otra en la trenza de su cabello. Somos realeza vestida para matar.

Salimos del Ala Sur y las raíces del pasillo se abren a nuestro paso como si el castillo nos reconociera. Y allí, esperándonos junto a la salida, está él.

Bastian.

Apoyado con elegancia contra una columna viva, su traje exuda dinastía y autoridad. Lleva tonos tierra y piedra, el cuello alto, los bordes bordados con símbolos antiguos. Su capa, hecha de hojas prensadas, cruje como un susurro cuando se mueve. No sonríe. No comenta. Pero lo sé. Sé que nos está viendo.

No lo demuestra, pero sus ojos se detienen un segundo más en Astrid. Y a mí me gusta. No solo porque veo a mi hermana suspirar a mi lado, sino porque por una vez… alguien ve más allá de sus bromas.

A su lado, la criatura. El animal alado que lo acompaña a todas partes. Si tuviera que describirlo, diría que es un cruce entre un pegaso y un guardián del inframundo.

Sus alas se despliegan como tapices vivientes de sombra. Las plumas son negras con vetas doradas, como lava solidificada bajo presión. Sus ojos, verdes y salvajes, parecen capaces de leer pensamientos. O condenas.

—Iremos los tres —dice Bastian, sin adornos.

—¿Y mi peinado qué? Se va a arruinar, y entonces ¿cómo voy a intimidar con belleza? —se queja Astrid, haciendo un puchero que no le queda nada mal.

—Nada podría arruinar lo hermosa que luces hoy —responde él, sin pensarlo demasiado.

Astrid se sonroja más de lo habitual, y yo le doy un codazo con disimulo mientras me río por dentro.

—Vamos. El caos no espera —digo, para cortar la tensión.

Subimos. Astrid primero, aferrándose al brazo de Bastian con toda la teatralidad del mundo. Yo detrás, con la capa recogida y el corazón latiendo más rápido de lo que me gustaría admitir.

El ascenso es tan suave que parece sueño. Las alas baten una sola vez y el mundo queda debajo de nosotros.

Desde el cielo, la Corte Tierra se ve pequeña. El castillo, sus raíces, las casas redondeadas, los invernaderos… todo brilla como luciérnagas atrapadas en una red natural. Pero lo que de verdad corta el aliento son las otras cortes.

La Corte Agua, majestuosa, con sus canales resplandecientes formando círculos concéntricos, como si su palacio flotara sobre un ojo dormido. La Corte Aire, suspendida entre nubes con puentes de cristal que titilan como estrellas caídas. La Corte Fuego… viva, temblorosa, ardiente, sus torres parecen a punto de estallar, rodeadas por grietas incandescentes.

Y la nuestra, la Tierra… estable, sí, pero desde aquí se le notan las fisuras.

El cielo es una cúpula violeta manchada de estrellas. Me gustaría quedarme aquí para siempre. En el aire. Sin guerra. Sin máscaras.

Pero aterrizamos.

Y la nube en la que venía flotando se disuelve.

El lugar al que llegamos no parece de este mundo. Es un árbol gigante, monumental, con la corteza brillante, casi líquida. Hay fuego, agua, viento danzando a su alrededor. Una mezcla de las cuatro cortes. El equilibrio… o su ilusión.

Seguimos a Bastian a través de una abertura en el tronco, como si el árbol mismo nos devorara.

Y lo que hay dentro… no tiene palabras.
Raíces flotantes que iluminan como luciérnagas.
Lianas colgantes con luces suaves que cambian de color como emociones.
Un cielo abierto lleno de auroras boreales que ondulan encima de nuestras cabezas.
Un río atraviesa el centro del salón, y de él cae una cascada suspendida en el aire.
Las sillas están hechas de madera viva, talladas con símbolos antiguos.
Y todo... huele a eternidad.

Nos sentamos en una gran mesa larga. Siento a Astrid mirarlo todo con la mandíbula floja. Cada vez que creo que ya nada puede sorprendernos, este mundo se reinventa. Nuestra mente humana se queda corta.

Veo entrar al Lord de la Corte Aire, elegante, fluyendo como si caminara sobre viento. A su lado, su heredero, tan delgado y pálido como un copo de nieve.




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