Madre Del Caos

Capítulo 29: Conquistas

Drosk

La satisfacción que me invade tras ejecutar la primera jugada de mi venganza es… exquisita.
No hay banquete más delicioso que el miedo silenciado de quien intenta parecer fuerte.
Y verla —a ella— ese duendecillo disfrazado de guerrera, envuelta en seda y perfume, con la mirada perdida y el corazón temblando bajo un vestido verde... fue arte.

Un arte que me pertenece.

Sienna.

Piel de bosque, lengua afilada, mirada que tiembla cuando no quiere.
Será hermoso verla romperse.
No con cadenas. No con gritos.
Sino con ideas. Con miedo.
Con esa certeza que empieza a filtrarse por las grietas del alma cuando la mente deja de ser propia.

Mi hermano murió por querer atraparla.
Por desear algo que no le correspondía.
Yo no cometeré ese error.

No me dejaré seducir por su rostro ni distraer por su aroma a tierra recién mojada.
Yo haré que desee no haber nacido.
Le enseñaré que las peores torturas no dejan cicatrices en la piel…
Las mejores se entierran en la mente y germinan allí, como veneno.

Soy un maestro de ese arte.
El arte de quemar desde adentro.
Donde el orgullo se vuelve ceniza.
Donde incluso el alma se rinde.

Después de esa encantadora velada, indico a los soldados que escolten a mi padre hasta nuestra aeronave.
Él camina lento, pero la locura le da fuerza.

—Lo hiciste bien, hijo —me dice sin mirarme, sus ojos fijos en el vacío—. La harás pagar por tu hermano.
—Así es, padre.
—Sangrará, conforme a la sentencia que nuestro juicio otorgue.
—Lo hará —le respondo, sin una pizca de duda.

El trayecto de regreso es rápido. Las corrientes térmicas de nuestra tierra nos impulsan como lenguas de fuego.
Desde el aire, nuestra corte parece un corazón incandescente: rojo, vibrante, roto.
Mi hogar.
Mi templo.
Mi imperio por construir.

Nos recibe ella.
La nueva esposa de mi padre.
Más joven que yo.
Piel tersa, sonrisa fingida, ojos que me recorren como si yo también fuera parte de sus pertenencias.

—Hola, cariño —dice, besando la mejilla de mi padre con una dulzura tan artificial que casi vomito.
Y luego me mira.
Como siempre.

—Buenas noches —respondo sin emoción, cruzando el umbral sin detenerme.

Sigo de largo. Hacia abajo.
Hacia las entrañas de la Corte Fuego.

Hacia las cuevas.

Allí donde el aire es denso, casi irrespirable.
Donde las paredes sudan lava y el techo tiembla como si el volcán estuviera a punto de rugir.
Todo huele a hierro fundido, a cuero chamuscado, a desesperación.

Y ahí están. Mis esclavos.
Cada uno tiene una deuda pendiente con nuestra corte.
Traidores. Desertores. Presos de otras guerras.
Los he moldeado a mi antojo.
Los uso como entrenamiento.
Como herramientas.
Como mapas mentales a conquistar.

Uno de ellos llora mientras le coloco la capucha. Otro canta para no perder la razón.
Los más útiles ya no suplican. Solo obedecen.
Y entre todos… escojo al que más se parece a ella.
Cabello oscuro. Espalda recta. Terquedad en los ojos.

—Prepárala —ordeno al carcelero—. Que se parezca más.
—¿Más a quién, mi Lord?
—A mi duendecillo.

Hay una celda especial, ya preparada.
Piedra negra. Agua caliente goteando del techo.
Un olor suave a lirio para engañar los sentidos.
Luz suave. Nada de gritos. Nada de cadenas.
Eso vendrá después.

Aquí empieza su caída.
No el día del juicio.
No cuando todos la miren.

No.

Su caída ya empezó…
el día en que me miró, y no supo que ya era mía para romper.




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