“Make my heart a better place. Give me something I can believe.”
Creerle no fue la cosa más fácil del mundo, estuve, por lo menos, dos semanas pensando que había perdido la cabeza. Ella me dio todas las pruebas necesarias para que creyera en sus palabras, hasta su contraseña en todas las redes sociales. Si todavía no fui al psiquiatra o siquiera al psicólogo es porque hay una parte de mí a la que no le importa si esto es real, hay una parte de mí a la que no le importaría estar completamente demente si eso significa poder verla como lo hago ahora. Magda siempre me regaña cuando digo ese tipo de cosas, le encanta insistir con que es más real que los pechos de nuestra madre. Yo le contesto, insistiendo, que aquellos han pasado ya por tres operaciones. Y luego reímos, porque sabe que es verdad.
Todavía recuerdo cuando el señor presidente y su mujer me adoptaron. Fue culpa de un gran capricho de la mimada Magdalena Barrueco. Muchos niños a su edad querían un perro; ella quería que sus padres adoptaran a la huérfana con la cual jugaba siempre que su madre iba a hacer caridad a la Fundación Kalitos. Nombre absurdo, lugar de mierda, debo decirlo. La cuestión es que, por supuesto, su insistencia tuvo frutos porque dos semanas después se encontraban firmando todos los papeles necesarios y posando ante las cámaras de los periodistas. En ese entonces, Harold sólo era el hijo del presidente, un aspirante más al puesto en algún futuro. Los Barrueco se han ganado el respeto de toda la isla durante años. Hasta parece increíble que sean elegidos año tras año, generaciones tras generaciones por la multitud. Magda también iba a postularse, dentro de varios años, claro. Ella iba a ser quien seguiría con esa casi tradición. Desprendía tanta confianza y amabilidad que ya tenía el voto asegurado de una buena cantidad de personas. Claro que ahora que murió la tradición se ha roto por completo. Yo nunca sería presidente, ni me lo permitirían mis “padres”, ni hay otro descendiente con el apellido. Otra de las razones por las que Harold me odia hoy en día.
Siento que me destapan y abro los ojos, Magda está sentada en la cama, mirándome divertida. En estos últimos meses descubrimos que, aunque no puede tocarme, si puede manejar los objetos a su gusto; lo descubrimos cuando tiró un vaso y lo rompió en miles de pedazos. Mi vecina Marta tocó el timbre a los minutos, estaba preocupada… al parecer que la hermana deprimida de la muchacha muerta lanzara objetos por todo su departamento era una situación alarmante. Salgo de mis pensamientos para darle una mala mirada a la muchacha, estoy segura que va a intentarlo otra vez porque si había algo que Magda nunca hacía; era rendirse, ni siquiera siendo un espíritu o un ángel guardián, como ella se llama a sí misma.
—Según el Accuweather hoy va a estar súper soleado y bonito ¡Míralo tú misma! —dice en vez de “buenos días” y, soltando un gruñido, escondo la cabeza debajo de la almohada, ella me advierte—. Lola…
—No, basta. Lola nada. No va a pasar, deja de molestar.
—No puedes quedarte toda la vida aquí encerrada ¿Desde cuándo no sales a la calle?
—Ocho de noviembre. Sí puedo, y lo voy a hacer. No necesito salir, compro la comida y lo necesario para vivir online. Pago Netflix con la tarjeta. Y tengo la suerte de tener un trabajo donde lo puedo hacer todo desde mi computadora.
—Tu jefe ni siquiera te conoce la cara ¿No ves lo absurdo que es?
—No es necesario, e hice video llamada con su secretaria un par de veces. Además siempre halagan mis diseños y no hubo ninguna queja al respecto. Ves, todo va genial.
Magda desaparece y de pronto me siento vacía. Siempre que se enoja hace eso, desaparece. Y siempre se enoja al intentar sacarme del departamento. No estoy lista para enfrentarme al mundo real, no creo estarlo nunca y tampoco lo necesito. Ella no logra entenderlo.
Voy, en pantuflas, hasta la cocina para preparar mi desayuno. Tomo mi café en silencio hasta que una canción de los Beatles a todo lo que da me hace sobresaltar, la reconozco al instante, es Here Comes the Sun. Le doy una rápida mirada al reproductor de música y allí veo a Magda dándome una mirada desafiante, tiene una almohada en la mano y sé por su rostro que me la va a lanzar. Lentamente, me acerco hacia ella para que con su puntería no tire la taza que se encuentra en la mesa. El impacto llega segundos después, me da de lleno en el estómago.
—¡Magda! Estoy llena —me quejo pero ella se encoge de hombros.
—Te lo mereces por terca —suspira resignada y camina hacia la computadora—. ¿Qué haremos hoy?
—Tengo que terminar de leer el libro que me mandó Sonia para luego armar la base de diseños para la portada, mañana a la tarde tengo que entregarla así que debería ponerme manos a la obra.
—Qué aburrido —suelta. Ella siempre odió leer, a diferencia de a mí, era más del tipo parlanchín. Gracias a mi trabajo, a lo largo de estos dos meses ha leído más que en sus diecinueve años de vida. De hecho, Magda me ayuda un montón, siempre tuvo buen gusto y a la hora de armar los diseños siempre opina al respecto.