Mala suerte

Mala Suerte

     Manuel se había levantado muy temprano. Quería tener todo listo antes de que llegara el taxi. Por cuarta vez, estaba dando la última vuelta de revisión a la habitación. Pero no podía quedarse tranquilo: sabía que lo estaba dejando todo.

     Volvió a recorrer la pequeña habitación del hotel. Terminó frente a la ventana que permitía una visión cercana del cerro Ávila: un símbolo de los caraqueños, merecedor de cuadros, poemas y canciones,  ahora bautizado de otra manera por la “Revolución Bolivariana”. Un gobierno que no sólo se contentaba con reinaugurar decenas de veces la misma obra construida por gobiernos anteriores. También trataba de inaugurar la identidad nacional.

     Se quedó rato viendo la montaña que en tantos amaneceres alegres lo había acompañado. El rocío hacía que gotas de agua bajaran por el vidrio de la ventana. Hoy el Ávila lloraba su partida.

     Ya era hora. Bajó y entregó las llaves de la habitación a la recepcionista. Ella sacó fuerzas de un lugar desconocido y pudo llevar los extremos de sus labios a los pómulos: le mostró una sonrisa.

     Respetuosamente, se inclinó para reconocer el gesto. A él no le quedaban energías para repetir esa hazaña.

     El señor Alberto, dueño del taxi, ya lo esperaba. Mientras colocaba el equipaje en la cajuela del vehículo, Manuel se sentó en la parte trasera. Generalmente lo hacía en el asiento delantero. Le gustaba hablar cómodamente con los choferes y tratarlos como iguales. El todavía tenía ritos del joven izquierdista que se había ido hace mucho tiempo. Pero, hoy, quería despedirse de Venezuela en la intimidad.

     Le dieron la espalda al Ávila llorón y a la recepcionista heroica.  Con el clima delicioso de Caracas en la madrugada, y entre los árboles que la han hecho una ciudad siempre verde, comenzaron a bajar por la avenida San Juan Bosco de Altamira para tomar la Autopista Francisco Fajardo (Manuel no sabía si también le habían cambiado el nombre).

     Mientras lo hacían, observaba los locales y casas, vacíos y abandonados, donde antes habían tiendas, restaurantes, discotecas y locales nocturnos.

     Recordaba cuando, recién llegado a Caracas para estudiar periodismo en la Universidad Católica Andrés Bello, salía con sus amigos a las famosas noches caraqueñas. Había tráfico automotor muy pesado hasta las 1 o 2 de la madrugada. A esa hora todavía las puertas de los locales estaban llenas de personas esperando a ser atendidas.

     Pida Pizza, Weekends… Fue recorriendo en su memoria todos esos lugares y recordando sus amores platónicos con mujeres que, pensaba, había olvidado. Sin embargo, algunas seguían ahí para su despedida.

     Llegaron a la Plaza Altamira, un lugar que había sido el destino de innumerables protestas y marchas, donde muchos oficiales de las fuerzas armadas habían mostrado su disconformidad con el régimen. Un sitio donde muchas veces sintió la esperanza de que la situación podía cambiar; donde se había reencontrado y abrazado con familiares y amigos, que luego había tenido que despedir y llorar porque habían sido el blanco de los gatillos revolucionarios: bandas armadas que preferían defender su forma de vida con armas y no con votos. Como les enseñó Hugo Chávez, su “Comandante Eterno”, con el golpe de estado.

     Atravesaron la Avenida Francisco de Miranda. A su izquierda ya no estaba el Ice Palace: mítico local gay de los años ochenta, siempre con la entrada atiborrada de gente, sobre el que bromeaba con sus amigos. Tampoco, el gran Cine Altamira, donde vio muchos estrenos que cambiaron la moda y algunas normas sociales que, la verdad, no significaron mucho para él.

     Se reclinó.

     —¿Hay mucha cola? —le preguntó al señor Alberto.

     —No, para nada. Ya no hay casi carros en las calles. Nadie puede pagar los repuestos... Y un caucho o una batería cuestan un ojo de la cara, y se los roban en minutos. Vamos a llegar a la altura del Centro. Ahí podremos saber si hay algo de tráfico —respondió el señor Alberto, como si fuera la contestadora del centro de atención telefónica de un banco.

     Manuel Siempre había sospechado que los taxistas funcionaban de igual manera: si quiere hablar mal del gobierno, marque 1. Si quiere hablar bien, marque 2. Del tráfico, marque 3. Y era muy razonable.

     «Entonces, tenemos tiempo de sobra», pensó. Volvió a apoyar su espalda en el asiento y a mirar por la ventana.

     Tomaron la autopista, y ahí estaba La Carlota, el pequeño aeropuerto en el medio de la ciudad donde la gente con dinero y algunas compañías tenían sus aviones, hasta que “El Gobierno de Todos” lo tomó sólo para los militares y líderes del Régimen.

     Más adelante estaba la entrada a Las Mercedes y la unión con la Autopista del Este. A Manuel se le apretó el corazón un poquito: ahí siempre se formaban embotellamientos que podían durar horas.

    Se volvió a reclinar  un poco, como si eso lo ayudara a adelantar la visión del hecho, pero no había hecho que adelantar: la autopista estaba libre.

     Miró a su izquierda. Sus labios casi forman una sonrisa. Veía la avenida Río de Janeiro. Ahí,  antes, se encontraban muchas areperas y locales nocturnos. Sitios que, al  final del día, innumerables veces acogieron a su grupo de amigos, mientras compartían nuevos aprendizajes o sus  juicios juveniles, definitivos, que variaban a las pocas semanas. De día, de noche, en la madrugada. Las areperas fueron el primer servicio 24 horas que conoció la ciudad. Recordó las épocas donde siempre tomaba un “café marrón” seguido de un “negrito” porque no quería elegir. Decía que él no era racista.

     Entre Las Mercedes y la autopista estaba el Guaire, el río donde terminaban la mayoría de los drenajes y cloacas de Caracas. Al verlo, sintió pena ajena: recientemente, por las fallas del servicio eléctrico y de agua a la Capital,  algunas personas desesperadas habían recogido agua de ahí para llevar a sus hogares.



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En el texto hay: venezuela, drama, migrantes

Editado: 09.05.2021

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