Un mes.
Treinta noches. Treinta amaneceres en los que la esperanza se despierta… solo para morir antes del mediodía. El tiempo ha dejado de moverse. Todo huele igual. Todo suena igual. Todo duele igual.
El reloj en la pared sigue marcando los minutos como si la vida siguiera. Pero la mía estúpidamente se detuvo el día que se la llevaron.
Caeli.
Cada vez que cierro los ojos veo su rostro. El último instante, su mirada de terror mientras Donato la arrastraba lejos de mí. Mi cuerpo atrapado. Mis gritos inútiles. Y desde entonces… nada.
Silencio. Ni una pista. Ni una carta. Ni un susurro del viento que me diga si aún respira. ¡No hay nada! Es como si la maldita tierra se los haya tragado, lo único que me hace seguir con esperanza es saber lo capaz que es para defenderse y sobrevivir, tal vez sea una de las escasas veces que me alegré saber que fue un soldado.
Estoy tirado en la cama, en la misma ropa de ayer. Y del día anterior. No he tocado la comida que me trajo Romeo. No recuerdo el último día que dormí. Oh tal vez si, esa noche donde la abrace con fuerza contra mi pecho, donde su calor y el sonido de su respiración me hizo descansar sin problemas, sabiendo que todo mi mundo estaba ahí, en la misma cama que yo, entre mis brazos y que solo se iría si yo lo permitía.
Pero recordar eso no me haría más fuerte, solo terminaría de romper el frágil escudo que cree todos estos años con la excusa de ser alguien solitario y que ella vino a romper con la primera vez que puso un pie en esta casa, con su aire de confianza, con sus buenas palabras y con simplemente su presencia.
Escucho la puerta abrirse suavemente.
Ezra.
No necesito mirarlo para saber que es él. Sus pasos son silenciosos, como si siempre cargara culpas que no quiere despertar. Se sienta al borde de mi cama sin decir nada al principio. Me observa. Sé que quiere hablar. Pero no quiero escuchar. No quiero consuelo. No quiero nada que no sea ella.
—Bastian… —su voz es baja, casi un suspiro—. Necesito que me escuches.
—No —respondo, sin mirarlo—. No quiero. No puedo.
—Sé que estás mal. Todos lo estamos. Pero tienes que resistir.
Entonces me incorporo un poco, solo para que me escuche bien.
—¿Resistir? ¿Para qué? ¿Para pasar otro día sin saber si Caeli está viva? ¿Para mirar al vacío y fingir que vale la pena respirar? Ella es lo único que me importa, Ezra. Si no está… no quiero seguir. No hay nada más. No hay nadie más. Yo era alguien porque ella me veía. Porque ella creía en mí. Sin ella… no soy nada.
Ezra no responde de inmediato. Sé que no esperaba que lo dijera así, tan directo, tan roto. Pero no me importa. Estoy quebrado. Y no tengo miedo de que lo vea.
—No hay rastros aún, lo sé —dice con una tristeza tan profunda que por un segundo, mi rabia se enfría—. Pero eso no significa que esté muerta. Donato es muchas cosas, pero no es estúpido. Si no ha hecho un movimiento… es porque no ha terminado su juego. Y eso significa que Caeli sigue viva.
Me muerdo el labio. Mis ojos arden, pero no lloro. Ya no sé si puedo.
—¿Y si no? ¿Y si ya…?
Ezra me interrumpe. Con firmeza.
—¡La vamos a encontrar! —dice con más fuerza de la que le he escuchado en semanas—. Te lo juro, Bastian. Aunque tenga que mover cielo y tierra. Aunque me cueste la vida. Caeli va a volver a ti. Y cuando lo haga… necesita encontrarte aquí. Vivo. Luchando. Esperando.
Sus palabras quedan flotando entre nosotros. Un nudo en la garganta me impide hablar. Solo asiento, apenas. No como quien acepta, sino como quien se obliga. Ezra se levanta lentamente. Antes de salir, dice algo más, sin girarse:
—Ella siempre creyó que eras fuerte. No le demuestres lo contrario justo ahora, cuando más te necesita.
Y se va.
Yo me quedo solo. Pero por primera vez en un mes… me siento menos muerto. Porque si hay aunque sea una posibilidad de volver a verla…
CAELI
No sé cuánto tiempo ha pasado. Podrían ser semanas… o meses. Aquí adentro los días se disuelven como papel mojado, y mi mente ya no distingue entre sueños y realidad. Me duele la cabeza todo el tiempo, como si mi propio cuerpo estuviera harto de mí. Ya no lloro. Ni siquiera eso me sale.
Hoy, mientras escuchaba sus pasos acercarse —esos malditos pasos que ya reconozco como si fueran parte de una pesadilla—, supe que tenía que hacer algo. Lo que fuera. Morirme aquí sin luchar me daría más asco que él.
Cuando abrió la puerta, fingí que estaba sentada tranquilamente, casi dócil. Bajé la mirada y le hablé con una voz que ni yo reconocí.
—Donato... ¿te has preguntado por qué nunca he intentado escapar?
Se detuvo. Lo desconcerté. Bien.
—¿Y por qué sería? —dijo con esa sonrisa torcida que me revuelve el estómago.
—Porque... tal vez no me desagradas tanto como antes —susurré, alzando la vista lentamente, tragándome el asco, dejándome ver vulnerable... pero dulce. Lo he visto caer con otras. Sé qué funciona con él.
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Editado: 01.07.2025