La mañana en Santa Marta no llegó con brisa ni sol. Llegó con gritos, con el retumbar de explosiones a lo lejos, y con el zumbido inconfundible de helicópteros sobrevolando zonas calientes. Felipe se despertó de un sueño ligero, con el cuerpo adolorido y la mente saturada de imágenes del caos de la noche anterior. A su lado, Margaret aún dormía con la cabeza recostada sobre una mochila vacía. El Gordo estaba despierto, vigilando por una rendija del portón oxidado del taller donde habían pasado la noche. La enfermera Yuly, con el tobillo vendado de manera improvisada, respiraba con dificultad en una colchoneta improvisada.
El pelao Andrés, el nuevo del grupo, mantenía la calma. Era de los que no hablaban mucho, pero observaban todo. Su temple venía de perder ya demasiado. Su mamá había sido una de las primeras en ser alcanzadas por los infectados en el barrio El Pantano, y él apenas había podido escapar por una de las trochas de los manglares.
—Se están acercando —dijo El Gordo en voz baja—. Vienen por el callejón.
—¿Zombies? —preguntó Felipe, apretando su bate de aluminio, ahora manchado de sangre seca.
—No. Gente. Y vienen armados.
Todos se tensaron. En ese momento, ya no sabías qué era peor: los infectados o los vivos con malas intenciones. En medio del miedo, se escucharon golpes secos en el portón.
—¡No queremos problemas! ¡Solo estamos buscando un lugar pa’ escondernos! —gritó una voz femenina.
El Gordo dudó, pero Yuly lo miró con firmeza.
—Yo la conozco —dijo con esfuerzo—. Se llama Brenda. Era enfermera también… del hospital.
Abrieron con precaución. Entraron tres personas: Brenda, una mujer con la cara tiznada y una herida sangrante en el brazo; Jhoan, su novio, que no soltaba un machete oxidado; y otro joven delgado con una gorra de Rappi, llamado Cucho, con una sonrisa que se resistía a morir.
El grupo creció. Por unas horas, compartieron historias, planes, miedos. El Gordo y Brenda cuidaron a Yuly. Cucho hizo chistes tontos, pero todos agradecieron el alivio.
Cuando el sol alcanzó su punto más alto, una explosión retumbó desde el centro comercial Ocean Mall. Una nube negra se elevó, y en cuestión de minutos, una oleada de infectados comenzó a moverse por la zona, como si algo los hubiese empujado hacia el norte.
—Nos toca movernos ya —dijo margaret, con decisión—. Si nos quedamos aquí, nos joden.
La idea era simple: moverse por los callejones hasta llegar a alguna casa cerrada y segura, lejos del ruido, sin señales visibles de vida. Sabían que los grandes refugios eran focos de caos.
Salieron por la parte trasera del taller. El calor era insoportable. Entre las callejuelas del barrio Bavaria y Villa del Carmen, el grupo esquivó hordas, trepó muros, y pasó por entre carros volcados. Brenda empezó a verse más pálida. Su herida no era una mordida, pero la infección le estaba subiendo.
En el cruce de una de las calles, fueron emboscados por una turba de infectados que salieron de un bus varado. Jhoan reaccionó con furia, defendiendo a Brenda, pero fue alcanzado por varios y cayó gritando. Cucho quiso ayudarlo, pero también fue atrapado. En un acto de heroísmo, Brenda empujó a los demás hacia un callejón antes de lanzarse contra los zombis que devoraban a su pareja. La última imagen que tuvo Felipe de ella fue su silueta desvaneciéndose entre gritos.
Corrieron, sangraron, lloraron sin parar. Finalmente, en la parte alta de Los Almendros, encontraron una casa cerrada, vieja, de paredes desconchadas, con el letrero de "SE VENDE" a medio caer. Forzaron la reja y entraron. Dentro, todo olía a polvo y encierro, pero al menos no había ruidos, ni pasos, ni infectados.
El Gordo dejó con cuidado a Yuly en un sofá viejo. Margaret y Felipe cerraron ventanas y aseguraron puertas. Andrés se sentó en una esquina, mirando sus manos temblorosas.
Esa noche, nadie durmió profundamente. Pero por primera vez desde que comenzó todo, tuvieron un descanso. Un respiro. Una tregua.
Felipe miró por una rendija. Allá afuera, Santa Marta ardía. Pero por dentro, un quedaban ellos. Aún quedaba historia.
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Editado: 12.07.2025