La madrugada en la casa abandonada de Gaira trajo un silencio que no presagiaba nada bueno. El grupo, ya reducido y con los ánimos por el piso, despertó entre el sudor y los mosquitos. Felipe se levantó primero, con la mente todavía reviviendo el caos del Buenavista. Afuera, la brisa caliente traía un olor a humo y muerte.
—¿Nos vamos a quedar aquí o qué? —preguntó Alexis, el nuevo del grupo, mientras revisaba su machete con la mirada inquieta.
Margaret salió con una botella vacía, buscando agua. Miró a su alrededor con desconfianza.
—Esta casa ya está pillada. Hoy toca moverse otra vez, antes de que vengan los muertos o los vivos locos —dijo sin titubear.
El grupo se puso en marcha bordeando la vía férrea, tomando rumbo hacia el barrio La Paz. En el camino, encontraron una bicicleta oxidada, que Felipe usó para llevar una mochila pesada mientras Alexis caminaba unos metros por delante, siempre alerta. A cada paso, los recuerdos pesaban más que el equipaje.
Al llegar a La Paz, lo primero que notaron fue que estaba demasiado callado. No había zombis, ni gritos, ni rastros de saqueos recientes. Algunas casas estaban cerradas con tablas. En una esquina encontraron un perro flaco comiéndose algo que no quisieron mirar muy bien.
—Esto está raro... —dijo Margaret, bajito.
Decidieron meterse en una casa de dos pisos que parecía abandonada, pero adentro encontraron a una familia que aún resistía: una señora mayor, dos niños y un tipo herido en la pierna. No tenían comida, pero sí agua y un botiquín básico. La señora, que se llamaba Doña Digna, les ofreció quedarse a cambio de protección. El grupo aceptó, pero con cautela.
Esa noche, los zombis llegaron. No eran muchos, pero sí insistentes. Se golpeaban contra las paredes como si supieran que adentro había carne viva. Alexis y Felipe se turnaron para vigilarlos mientras los demás descansaban. El tipo herido, primo de Doña Digna, deliraba y decía cosas raras: que los zombis no estaban solos, que había gente controlándolos desde el Morro.
—¿Tú crees que eso es verdad? —le preguntó Margaret a Felipe, acostados en el suelo con las linternas apagadas.
—Ya no sé qué creer... pero si es cierto, quiero saber quién juega a ser Dios con nosotros.
Al día siguiente, decidieron salir en busca de comida. Pasaron por los barrios El Rodadero Sur y Los Alcázares, evitando calles estrechas y zonas inundadas. En una tiendita medio saqueada, encontraron arroz, velas, unos jugos vencidos y galletas. Pero al regresar, una escena les heló el corazón: la casa de Doña Digna estaba abierta y silenciosa. Entraron y vieron a los zombis comiéndose al tipo herido. Los niños y la señora no estaban.
Buscaron por todo el barrio. En una casa vecina, hallaron los cuerpos de los niños. A Doña Digna la encontraron en la terraza, con un cuchillo en la mano y la mirada perdida.
—Los mataron… vinieron unos hombres y los mataron… yo logré esconderme aquí arriba —balbuceó, temblando.
—¿Qué hombres? —preguntó Margaret, apretando los puños.
—Iban vestidos iguales… como soldados, pero sin insignias. Dijeron que buscaban “carne útil”…
Esa noche, el grupo enterró a los niños con lo poco que encontraron y Doña Digna decidió quedarse sola. “Ya no tengo nada que perder”, dijo con voz seca. El grupo se marchó, esta vez con una idea clara: debían encontrar ese refugio del que hablaban los rumores. Un sitio en las afueras, cerca del antiguo aeropuerto, donde decían que quedaban militares buenos, de los que aún querían ayudar.
El trayecto hacia el aeropuerto Simón Bolívar fue una odisea. Cruzaron sectores destruidos, como Aeromar y Cristo Rey, donde el olor a muerte era constante. Una noche acamparon en una finca cerca de Pozos Colorados. Allí, Alexis casi muere al casi ser mordido por un zombi niño que apareció de entre unas matas. Lo salvaron a tiempo, pero quedó herido.
—Gracias por no dejarme, vale… yo sé que al principio no confiaban en mí —dijo Alexis con los ojos aguados mientras le limpiaban la herida.
—Aquí se sobrevive juntos o no se sobrevive —respondió Felipe sin mirar atrás.
Finalmente, cuando el sol estaba cayendo sobre el horizonte y el mar parecía más rojo que nunca, divisaron una señal: una torre oxidada, una bandera vieja ondeando. El refugio estaba cerca, pero también lo estaban los peligros.
A lo lejos, se escuchaban disparos… y rugidos no humanos.
El grupo sabía que el verdadero infierno podía estar comenzando.
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Editado: 12.07.2025