Aquella jornada gloriosa estaba llegando a su fin. Me sentía como si hubiera nacido de nuevo, dejando atrás todo el sufrimiento acumulado en los últimos tiempos. Conocer a Mariana había supuesto para mí algo imposible de describir. Era como un rayo de sol que iluminase mi alma, como la aguja de una brújula marcando mi norte, como el camino que se extendía a mis pies llevándome muy lejos.
¿Creeréis sin duda que me enamoré?
He de reconocer que sí, me sucedió en el mismo instante en que vi a Mariana aquella misma mañana. Me enamoré a conciencia y sin posible escapatoria. Uno no dicta las leyes del corazón. Estas, como si dispusieran de libre albedrío, hacen y deshacen a su antojo y uno se ve inmerso en ellas como en el interior de un tornado, esperando que, de un momento a otro, esos terribles vientos acaben por destrozarle.
Y yo ansiaba ser destrozado. Destrozado por su mirada, por su sonrisa e incluso por su aliento. ¿Qué más podía pedir?
La tormenta seguía rugiendo en el exterior, pero dentro de la casa solo era un rumor quedo y lejano. El agua chorreaba por los cristales de los amplios ventanales como ríos desbordados. Mi habitación se iluminaba fugazmente con el destello de los relámpagos y el ronco fragor de los truenos removía la casa en sus cimientos. Duró toda la noche la tormenta. Desvelado por encontrarme en una cama desconocida y en una habitación que no era la mía, pude comprobar como los relámpagos se espaciaban en el tiempo a la vez que la lluvia caía con menos fuerza. Se alejaba de nosotros llevándose lejos su cólera y su profunda irritación y dejando en su lugar un pesado silencio. Un silencio solo roto por el tictac del reloj adosado a la pared.
14 de mayo de 1919
Desperté al sentir los rayos del sol sobre mi rostro. Al principio no supe dónde me encontraba. El brillo que entraba por la ventana me obligó a cerrar con fuerza los ojos. Cuando me acostumbré a la claridad ya recordaba todo lo sucedido el día anterior.
No, no fue un sueño, me dije con el corazón palpitando en mi pecho atemorizado al pensar que todo lo sucedido podría haberlo soñado. Fue muy real.
Fue en ese mismo instante cuando noté una presencia en mi habitación. Hasta ahora no me había dado cuenta de ello, pero al mirar más detenidamente la vi. Era Mariana. Estaba sentada en una silla en un rincón del cuarto y me miraba con curiosidad.
—Estás muy mono durmiendo —me dijo.
Suspiré al reencontrarme con su mirada y sonreí.
—¿Llevas mucho rato ahí?
—Un poco. Te he visto soñar. ¿Qué soñabas?
Contigo, estuve a punto de decirle; pero la timidez, ese maldito regalo que alguien me otorgó en un momento dado no me dejó contestarle lo que ansiaba decirle.
—No me acuerdo —dije al fin después de unos segundos meditando que contestarle.
—Debía de ser algo bonito. Sonreías.
—Quizás soñaba contigo —dije, haciendo un supremo esfuerzo por no tartamudear.
Ella abrió los ojos con sorpresa. No esperaba esa contestación. Bajó la vista avergonzada y comprobé que sonreía con timidez.
—¿Por qué dices eso? —Me preguntó sin atreverse a mirarme.
—No lo sé —admití, muy turbado. Me temblaban las manos y no era capaz de hacerlas parar.
—¿No lo sabes? ¿O tienes miedo de decírmelo? —Ella me miró a los ojos con una fuerza inusitada. El temblor de mis manos hizo presa en el resto de mi cuerpo. No creía ser capaz de contestarle y era incapaz hasta de respirar.
—Tengo miedo... —dije por fin.
—Lo sé. Yo también —contestó, revelando al fin sus sentimientos. También tenía miedo como yo. A pesar de ser una completa estupidez sentir miedo en ese preciso momento, era imposible para mí no tenerlo. Nunca en mi vida me había sentido así. Me internaba en territorio desconocido y temía meter la pata.
Hay que ser valiente, me infundí valor. Dile lo que sientes o te arrepentirás el resto de tu vida.
Estuve a punto de decirle lo que sentía, pero me di cuenta demasiado tarde de que el momento había pasado cuando ella se levantó de la silla y salió de la habitación.
Me vestí lo más rápido que pude y bajé al salón comedor donde ya estaba preparado el desayuno. Mariana estaba allí, sentada a la mesa en el mismo sitio que el día anterior. Su padre me saludó al entrar y me hizo sentarme junto a él.
—¿Qué tal has dormido, Álvaro? ¿Has extrañado la cama? —Me preguntó con una sonrisa.
—Bien, no —le dije, pero no le miraba a él, sino a aquella que había robado mi corazón —He tenido un sueño muy bonito.
Observé como Mariana me miraba de reojo, sin levantar apenas la vista de su tazón de leche caliente.
—Quizás quieras contárnoslo —dijo el pintor —. Los sueños a veces son las llaves del alma. En ellos se reflejan nuestros deseos más ocultos y también son la puerta de la creatividad.
Mis deseos más ocultos, pensé. Si los aireara seguro que no le harían ninguna gracia.
—No me acuerdo muy bien —contesté, evadiendo la respuesta que me hubiera condenado a sus ojos. ¿Cómo podría decirle que había soñado con su hija, que yo era un escultor y ella era mi modelo?
—Eso es una desgracia que suele ocurrir con bastante facilidad. Los sueños bonitos los olvidamos de inmediato y las pesadillas se apoderan de nosotros durante meses.
Yo no iba a olvidarme con facilidad de aquel sueño. Eso lo tenía muy claro.
—¿Eres creyente? —Me preguntó mi tío sin venir a cuento.
—Sí, señor —dije con rapidez.
—Eso está bien. Veo que mi hermano supo inculcarte la necesaria fe que todos debemos sentir. No, no creas que soy uno de esos fanáticos religiosos que se pasan el día leyendo los salmos o recitando el catecismo. Sólo quiero decir que es bueno creer en algo superior a uno mismo. No hace falta ser un extremista para poder sentir a Dios. ¿Tú lo has sentido alguna vez?
Miré a Mariana a los ojos y respondí:
—Sí, tío, lo he sentido.
Él no llegó a verme, pero mi prima sí que se dio cuenta de ello. En sus ojos vi una chispa de comprensión y algo más que no supe interpretar.
—En casa tenemos una pequeña capilla y los domingos rezamos todos ahí. ¿Nos acompañarás?
—Claro que sí, tío. Estaré encantado de hacerlo —le dije —. Y gracias. Me siento muy a gusto aquí. Creo que más a gusto de lo que me he sentido nunca en ninguna parte.
A mi tío se le iluminó el rostro.
—Me alegro, Álvaro. No sabes cuánto me alegro. Mariana siempre ha estado muy sola por mi culpa y creo que le vendrá muy bien tu compañía, ¿tú qué piensas, hija?
—Yo también me alegro de que Álvaro esté con nosotros —dijo ella sin mirarme ni una sola vez.
—¡Pues claro que sí! —Exclamó Sergio Herráez dando una palmada en la mesa —. Nuestros destinos se han cruzado gracias a Dios y sé que esto nos traerá mucha felicidad a todos. Ya va siendo hora de que la felicidad entre de nuevo en esta casa.
No sabía cuan equivocado estaba, tanto como el resto de nosotros.
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Editado: 12.07.2018