Mariana

13- La cueva de la niña

No, no estábamos solos. Esa era la impresión que tenía. Alguien, amparándose en la oscuridad, permanecía oculto entre las columnas de piedra calcárea que se retorcían creando inverosímiles formas.

Agarré con fuerza la mano de Mariana y avancé decidido hacia el lugar de donde parecían provenir las voces. Ella me siguió sin decir nada otorgándome ese voto de confianza que tanto necesitaba y todo su apoyo.

El sonido que parecía a veces muy cercano y otras muy lejano, reverberaba en las espaciosas paredes de la caverna.

Al acercarnos al punto de origen, ya no supe si se trataba de voces o de otra cosa. Fue mi prima la que, inmovilizada de terror, golpeó mi hombro llamándome la atención.

—Álvaro, mira...

Seguí la dirección que me indicaba con su mano y entonces lo vi. Aquello era el causante de esas ​voces ​que creía haber oído y que no tenían nada de humanas.

—¡Murciélagos! —Exclamé con un susurro.

Cientos de murciélagos se retorcían en una masa informe sobre nuestras cabezas. La luz de nuestras linternas los había inquietado y lanzaban unos espeluznantes chillidos que llegaron a aterrorizarnos.

—¡Que no nos vean...que no nos vean! —rezaba mi prima en voz baja.

Vernos, me dije, no iban a vernos siendo ciegos como eran, pero saber que estábamos allí, eso sin duda sí que lo sabían.

Retrocedimos evitando hacer cualquier tipo de ruido y yo tuve la precaución de bajar la intensidad de la llama de nuestras linternas, pero no nos sirvió de nada. En un segundo, aquella marea de alas membranosas, dientes afilados y uñas como agujas emprendió el vuelo creando el caos.

Los murciélagos revolotearon entre nosotros abofeteándonos con sus alas y arañándonos y en un momento dado noté como Mariana me soltaba la mano. Había echado a correr sin pensar en el peligro que eso suponía.

Grité su nombre tan alto como podía en aquel enjambre de chillidos, aleteos y gemidos, pero no obtuve respuesta. Mariana, en su desesperada huida había abandonado su linterna. En estos momentos debía de correr a ciegas en la más absoluta oscuridad.

Cuando los murciélagos desaparecieron como por arte de magia, el silencio se hizo opresivo.

Grité varias veces llamando a mi prima sin resultado alguno. Aquello empezó a alarmarme.

Recorrí la cueva varias veces en todas las direcciones posibles sin encontrarla y temí lo peor. Quizás, me dije, se había golpeado con alguna de las estalagmitas y habría perdido el sentido. Podría estar en cualquier parte y aunque pasara a su lado ella no se enteraría.

No me di por vencido ni cuando el queroseno de mi linterna empezó a escasear y la luz se volvió tenue y difusa. No podía dejarla allí. Era impensable el abandonarla.

Me arrastré por el suelo, miré en todas partes y entonces me di cuenta de lo que podía haber pasado. Un poco más lejos del lugar donde tuvimos el encuentro con los murciélagos había una sima poco profunda. Ayudándome de la cuerda que había traído, la até en torno a una de las numerosas columnas pétreas y descendí al fondo del pozo. Debía de medir unos cuatro metros de profundidad, pensé mientras descendía.

Al llegar al fondo vi a mi prima. Como había supuesto, se había desmayado. Tenía un golpe en la cabeza que ya no sangraba y varios arañazos en la espalda y los brazos, algunos debido sin duda a los murciélagos.

Había leído en alguna parte estos mamíferos eran portadores de numerosas enfermedades y deseé con toda mi alma salir pronto de allí y llevar a mi prima a un hospital. El problema era como hacerlo yo sólo.

La solución llegó sin yo esperármelo.

—Álvaro...Mariana... ¿Estáis bien?

—¡Fermín! —Grité esperanzado.

Fermín sospechando que algo había ocurrido al tardar tanto en salir de la cueva, se decidió a entrar armándose de valor. Cuando encontró la linterna de mi prima, abandonada, se puso a buscarnos hasta encontrarnos en el fondo del pozo.

Con su ayuda conseguí sacar a Mariana que aún seguía desvanecida del pozo y de la cueva. Entre los dos cargamos con ella y conseguimos llegar a nuestra casa donde grité pidiendo auxilio. Matías, el mayordomo, Roberto el jardinero e incluso mi tío que había estado pintando en su estudio acudieron veloces a mi llamada.

Antes de que llegaran miré a Fermín y le dije:

—No se te ocurra decir nada de la cueva, ¿entendido?

El hizo un gesto dándome a entender que me había comprendido a la perfección. Luego, me puse a mentir como un cosaco.

Les dije a todos que estábamos jugando junto al bosque sin llegar a entrar en él y que, al intentar subir a un árbol, Mariana resbaló y se golpeó en la cabeza.

Mi tío, aturdido por el impacto de ver a su hija cubierta de barro y sangre, creyó en mis explicaciones. Fue Matías el que me miró de una forma un tanto extraña, pero no dijo nada. Tan solo fue a buscar el automóvil de mi tío y ayudó a trasladar a mi prima hasta el vehículo.




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