Llegamos a la cueva y miré el reloj de bolsillo que le había tomado prestado a mi tío. Las cuatro y cuarto de la mañana, leí.
Saqué la cuerda que esta vez si había tenido la precaución de traer y la até alrededor de la cintura de Mariana y después de la mía. No iba a perderla de nuevo, me dije.
Encendí las linternas eléctricas que solía usar mi tío y me volví hacia mi prima.
—¿Estás lista?
—Sí —asintió.
—Entonces, entremos.
La oscuridad volvió a caer sobre nosotros como un animal al acecho. Escuché el ulular de un búho en el bosque que dejábamos atrás y que parecía un gemido lastimero. Pensé que a lo mejor nos avisaba de que íbamos a cometer una locura, pero lo ignoré y continué adelante. Mariana iba a un metro tras de mí, atada con esa cuerda que la unía a mi cuerpo y que me garantizaba el no perderla como la vez anterior.
Llegamos al borde de la sima y atando otra cuerda en torno a una de las columnas de piedra, más gruesa que mi cintura, dejé caer el resto al interior del pozo.
—Tenemos que soltarnos un momento para poder bajar —le dije a mi prima —. Tú lo harás primero y yo te seguiré.
Lo hicimos tal y como lo acordamos y un momento después estábamos los dos en el fondo del pozo. Volví a atarnos y abrí la puerta de madera que conducía a la sala de torturas.
—Lo que hay ahí dentro puede que te asuste un poco. Cierra los ojos si quieres, yo te guiaré hasta que lo dejemos atrás.
Ella meneó la cabeza. No era ninguna cobardica me dijo con su actitud.
—Esta bien. Entremos.
Cuando la luz de nuestras linternas incidió sobre las gruesas cadenas y sobre las afiladas herramientas, vi como Mariana tragaba saliva. Pero en ningún momento dejó de mirar. Aplaudí mentalmente su valentía. Era una chica increíble.
—¿Crees que eso es del asesino? —Me preguntó acercándose a mi oído.
—Es muy probable —dije. No lo sabía con exactitud, pero la sangre y los cuchillos no eran nada corrientes en una mina abandonada.
Continuamos a través de la puerta que nos condujo al maloliente corredor. En esta ocasión el aire parecía un poco más limpio. Sospeché que podría tratarse de emanaciones de gas y eso si me preocupó bastante. Había oído hablar del grisú, un gas muy volátil que era la maldición de los mineros y que solía hallarse en las minas de carbón y di gracias de llevar linternas eléctricas en vez de las de queroseno que utilizamos en nuestra anterior visita. Podríamos haber volado por los aires.
Llegamos hasta la vagoneta volcada y le enseñé a mi prima las huellas que aún podían verse en el suelo cubierto de polvo.
—Hasta aquí llegué ayer. La salida está por ahí —le dije.
Ella se acercó mucho más a mí y me agarró de la mano.
—No tengas miedo —dije —. Si Fermín está aquí, le encontraremos.
—Ya. Pero esas huellas grandes, ¿de quién serán?
—No lo sé y prefiero no averiguarlo.
Para entrar por el hueco que había entre los escombros tuvimos que ponernos de rodillas. El hueco era muy pequeño y también muy estrecho lo que nos obligó a ir uno delante y otro detrás. Luego el camino se estrechó bastante más.
—Pasa tú primero, Álvaro.
Me tendí en el suelo y me arrastré bajo toneladas de piedras. La sensación era claustrofóbica, pero por fortuna, pronto llegué a una sala más amplia. Me puse en pie y ayudé a Mariana a salir del hueco.
—¡Ufff! —dijo —. Eso ha sido muy estrecho. Miré sus rodillas y vi que las tenía llenas de arañazos. Por suerte también había traído un botiquín.
—Siéntate ahí —le dije, señalando una piedra que parecía tal cual un duro asiento —. Al final tenía que haberte dejado mis pantalones.
—Y tú que te hubieras puesto, ¿mi falda?
Reímos los dos a un tiempo, ahuyentando nuestros temores.
Saqué de la mochila alcohol y algodón y me dispuse a curarla.
—Súbete la falda —le dije mientras empapaba un pedazo de algodón con alcohol —. Esto te escocerá un poco.
—Hazlo —me dijo —, mientras subía un palmo su falda e instintivamente apretaba los puños.
Limpié sus heridas lo mejor que pude y luego soplé para aliviar su escozor.
—Gracias —me dijo y yo me encogí de hombros. Aún estaba embelesado por la visión de sus piernas y las manos me temblaban un poco. Recogí el botiquín guardándolo de nuevo en la mochila y le di la mano a Mariana para que se pusiese en pie.
—Continuemos —dije.
La nueva sala a la que habíamos llegado tenía dos bifurcaciones que se perdían en distintas direcciones. Miré atentamente el suelo buscando las huellas de nuestros predecesores y con un gesto le indiqué a mi prima el camino a seguir.
—Las huellas siguen por aquí —le dije señalando uno de los corredores.
Entramos en el pasillo de roca y la luz pareció encogerse durante un segundo. Esperaba que las baterías de las linternas no nos fallasen y nos quedásemos a oscuras, porque entonces si que tendríamos un grave problema.
El problema no era de las linternas. Había sido un efecto óptico causado por las piedras de las paredes que al ser más oscuras que las de la sala anterior, absorbieron la luz, pareciéndonos que esta se encogía.
Suspiré de alivio y continuamos nuestra búsqueda.
Estuvimos andando por espacio de media hora entre galerías, pasadizos y salas más o menos grandes. No sabíamos ya dónde nos encontrábamos ni lo que tardaríamos en encontrar alguna pista de Fermín. Pero los pies comenzaban a dolerme y los ánimos flaqueaban. La cueva de la niña, tal y como nos habían dicho, era enorme.
—¿Podemos sentarnos un rato, Álvaro? —dijo mi prima bastante fatigada.
—Sí, claro. ¿Te encuentras bien?
—Me falta el aire. Desde hace un rato respiro con dificultad.
Me había dado cuenta de ello. El aire parecía escasear cuanto más nos adentrábamos en la mina. Eso era bastante preocupante.
—Creo que estamos respirando gas, de ahí que estemos tan cansados y nos falte la respiración —dije —.Tumbate en el suelo, te sentirás mejor.
Según tenía entendido, el gas, al ser más ligero que el aire, tendía a concentrarse en el techo de la caverna. Cerca del suelo el aire debería ser más puro.
Mariana se tumbó en el suelo y respiró hondo.
—Sí, respiro mejor —me dijo.
Me acosté junto a ella y la cogí de la mano.
—Descansemos un rato — y apagué las linternas.
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Editado: 12.07.2018