El sol todavía no despuntaba cuando Elizabeth caminaba con gran energía, tomada de la mano de Alexandre, llevada por la adrenalina que corría desbocada por su cuerpo, producto de la emoción que sentía al saber que estaba a punto de jugar.
La hierba estaba todavía mojada por el rocío nocturno, los pájaros cantaban, dándole la bienvenida a un nuevo día, y el espejo oscuro de agua de la Laguna Rodrigo de Freitas se mecía suavemente, como lo hacía comúnmente una madre cuando arrullaba a su hijo recién nacido.
A pesar de la hora, varias personas se encontraban corriendo o en bicicleta, siguiendo el circuito que bordeaba a la laguna, mientras que Alexandre y Elizabeth seguían hasta el punto de encuentro. Mucho antes de llegar podían escuchar las voces de los capoeiristas que habían llegado primero y que se convertían en un impulso para la emoción de Elizabeth.
—¡Hola! —saludó emocionada al tiempo que le soltaba la mano a Alexandre y emprendía la carrera hacia el grupo que estaba sentado en la hierba, conversando y practicando algunos acordes con el berimbau.
—Hola, mamacita rica. —La saludó Manoel, como siempre hacía solo por molestar, al tiempo que le plantaba un beso en cada mejilla.
Se dio a la tarea de presentarle a cuatro de los chicos que había invitado de la otra academia; ella aprovechó que en ese momento Alexandre llegaba y también se los presentó.
—Hola Bruno, te has caído de la cama. —Elizabeth se acercó y le besó cada mejilla.
Alexandre no le dio tiempo a que la mirara mucho, menos que la tuviera cerca, porque le hizo saber que estaba presente al ofrecerle la mano.
—Faltan Miriam, Orlando y Fernando, ya no deben tardar… Miriam me escribió hace como cinco minutos, diciendo que ya venía en camino —informó Bruno.
Mientras esperaban a los jugadores que faltaban se repartieron los instrumentos, para poder darle vida a la roda.
Ya el pandeiro, el atabaque y el agogô tenía a sus ejecutores, pero nadie se animaba a hacer vibrar el berimbau.
—Yo lo hago. —Se ofreció Alexandre, agarrando el instrumento.
—Pensé que ibas a jugar —comentó Elizabeth en voz baja, solo para que él la escuchara.
—Lo haré, pero primero quiero ver cómo lo hacen tus amigos; además, no hay quien lo toque, y sin berimbau no hay roda. —Le dijo sonriente.
—Pero tienes que jugar.
—Lo haré, sé que te mueres porque estos aprendices conozcan a Cobra…
Elizabeth puso los ojos en blanco en señal de que no lo soportaba cuando su orgullo capoeirista superaba la estratósfera.
—No es eso, es que vinimos a jugar, pero pensándolo bien, será mejor que el egocéntrico e irritable de Cobra no salga.
—¿Tienes miedo?
—¿De Cobra? —Bufó divertida—. Jamás, eso quisieras —dijo con suficiencia, pero secretamente admiraba cómo tocaba el instrumento.
En ese momento llegaron los integrantes que faltaban, se saludaron y decidieron no perder tiempo para formar la roda en medio de una algarabía de buen ánimo.
Algunas personas al ver que iba a empezar el juego se acercaron para observar el espectáculo.
Elizabeth no podía quitar su mirada de Alexandre, quien conversaba con los que tenían los demás instrumentos, quizá estaban poniéndose de acuerdo para ver con qué corrido iniciarían.
Ya el círculo estaba formado y la buena energía envolvía a todos en el lugar, hasta que un inesperado integrante se sumó a la roda, provocando que los nervios de Elizabeth se descontrolaran.
«¿Quién demonios lo invitó?, ¿cómo se enteró?» Fueron las interrogantes en su cabeza al ver que Paulo se paraba justo frente a ella.
Las ganas por sacarlo de juego eran casi incontrolables, pero no podía, en las rodas eso no estaba permitido; no había lugar para los prejuicios, banalidades. Si existía algún tipo de rivalidad, era ahí donde los opuestos se encontraban, el docto y el analfabeto, el blanco y el negro, ahí los enemigos luchaban.
Allí todos sabían los principios de la capoeira y no iban a permitir que se expulsara a Paulo, mucho menos perdonarían que después de que ella hubiera organizado todo eso, sencillamente se marchara o no jugara.
El corazón se le lanzó en frenético galope y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para ocultar su pecho agitado. No pretendía que los demás se dieran cuenta de que la tenía nerviosa; sin embargo, con una sonrisa fingida miró a Bruno, que también la miraba; ni para él ni Manoel ni Miriam era un secreto lo que había pasado entre ellos.
Estaba segura de que sus amigos sabían que estaba incómoda, pero también se esforzaban por disimular. Entonces decidió poner toda su atención en Alexandre, quien en ese momento ejecutaba a la perfección su instrumento, para dar inicio al primer encuentro.
Él la miró de soslayo y le guiñó un ojo con esa sensualidad innata que poseía, el gesto fue ligero y casi disimulado, pero fue suficiente para que ella sonriera y sintiera cómo se mezclaban los nervios que despertaba Paulo por su inesperada aparición con la emoción que provocaba Alexandre de solo mirarla.
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Editado: 18.12.2023