El Chrysler negro de cuatro puertas estaba estacionado a una calle del Hospital Municipal Miguel Couto, desde ahí Marcelo podía ver claramente a todo aquel que entraba y salía del viejo edificio.
Llevaba más de media hora y estaba dispuesto a esperar mucho más, con tal de no marcharse sin ver a la enfermera; trataba de hacer la espera menos tediosa al revisar su teléfono, pero no se concentraba lo suficiente en el aparato, porque lo que menos deseaba era que ella se le escapara.
Cuando por fin la vio bajar de un taxi, vistiendo el uniforme blanco, no pudo evitar que su corazón diera un vuelvo y se lanzara a latir de forma desbocada; sin embargo, se esforzaba por mantenerse totalmente inmutable delante de su chofer.
Realmente ese uniforme escondía muy bien a la mujer que trabajaba en Mata Hari, aunque debía admitir que seguía caminando con esa seguridad y elegancia que derrochaba cuando se trababa de su otra faceta.
Llevaba el pelo trenzado, pero podía reconocerla a kilómetros, esa cintura y esas caderas eran únicas, eran las mismas que invadían sus sueños, que últimamente se habían tornado bastante ardientes.
En cuanto ella entró al edificio él abrió la puerta del auto, pero antes de bajar se volvió hacia su chofer.
—Espérame aquí —ordenó con esa educación que lo caracterizaba.
—Sí, señor —dijo el hombre moreno afirmando con la cabeza.
Marcelo caminó seguro y precavido, porque no estaba precisamente en la zona más segura de la ciudad.
Al entrar al edificio pudo verla caminar al final del pasillo que llevaba a los ascensores, quiso seguirla, pero sabía que no sería prudente; ella no tenía por qué enterarse de que lo tenía siguiéndola, así que se acercó a una de las mujeres que atendían en recepción y esperó a que terminara de darle instrucciones a otra mujer de cómo llegar al área de pediatría.
—Disculpe, buenas tardes.
—Dígame —pidió la mujer sin mucha amabilidad en el tono de su voz. Marcelo tuvo la certeza de que todo el que trabajaba ahí carecía de paciencia o estaba demasiado estresado.
—La señorita, la enfermera que pasó por aquí hace unos minutos.
—Ella recibe su turno en quince minutos, si desea información busque a la que esté de turno en el primer piso —dijo casi sin respirar y con mucha contundencia en cada palabra.
—No, no me entiende… Permítame explicarle…
—Señor, diga qué quiere de una vez y no me haga perder tiempo.
Marcelo tuvo ganas de decirle que el hecho de ser una servidora pública con un salario de mierda, quizá con un matrimonio frustrado y unos hijos que le daban constantes dolores de cabeza no le daban derecho de tratar de esa manera a las demás personas.
—El nombre de la enfermera, solo eso —dijo con un tono demandante.
—¿Para qué lo quiere?
Marcelo apretó los puños para no olvidar que era un caballero y no permitir que esa mujer le hiciera perder los estribos, inhaló profundamente para tragarse su orgullo, con tal de no haber esperado tanto en vano.
—Es que mi hermano estuvo aquí hospitalizado…
—Giovanna Felberg —interrumpió, dejando totalmente claro que no estaba interesada en escuchar nada de lo que él quisiera decirle—. Si se refiere a la enfermera de cuidados intensivos.
—Sí, la que acaba de entrar.
La mujer no le respondió, solo alzó ambas cejas en un gesto de impaciencia y miró por encima del hombro, para poner su atención en la persona que estaba detrás de él.
—¡Siguiente! —anunció sin preguntarle si deseaba algo más.
Marcelo se alejó del mueble de recepción sin agradecerle a la mujer, porque verdaderamente no se lo merecía; aunque satisfecho de haber encontrado la información que requería.
Caminó de regreso a donde lo esperaba Braulio y subió al auto.
—Vamos. —Apenas dio la orden empezó a buscar su teléfono en el bolsillo de su pantalón.
Estaba completamente dispuesto a averiguar hasta el último detalle de la vida de Giovanna Felberg. Eso lo pondría en la misma posición que ella, quien con solo poner su nombre en la web podría enterarse de la mitad de quién era Marcelo Nascimento, cosa que él no había podido hacer, porque ella se escondía detrás del falso e inexistente nombre de Constança Saraiva.
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Alexandre detuvo el auto en medio de una nube amarillenta de polvo, que poco a poco se fue disipando.
—Hemos llegado —anunció con la mirada puesta en los ojos de Elizabeth.
Pero el polvo todavía no le permitía ver, aunque una sonrisa incrédula bailó en sus labios.
—¿En serio? —Sabía que eso debía ser una broma de Alexandre.
—Sí, esperemos que aplaque un poco el polvo para que podamos bajar.
—¿A dónde me has traído?
—Ya sabes dónde estamos, a Campinas.
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Editado: 18.12.2023